Carlos Villamar�n Escudero

  El Soldado

 

 


IMPRESIONES  �CANON�

 

  S�lo quien tiene la valent�a de enfrentarse a la Muerte, merece vivir. Porque el mirar de cara a la Muerte, mientras ella se dispone a guiarle hacia las tinieblas de la Eternidad, no es nada f�cil.
   S�lo lo est� permitido a un reducido n�mero de privilegiados.
             
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Fragmento de esta novela    

 

 

 

INTRODUCCI�N

    EL SOLDADO, obra cumbre de Carlos Villamar�n Escudero, no es una novela m�s del g�nero denominado evasi�n que, como las aguas del Leteo, tiene la virtud de borrar de la mente las preocupaciones rutinarias de quien se sumerge en su lectura. Pues, todo lo contrario, con cada uno de sus pasajes, descriptos con amargo realismo, vapulea severamente a la sociedad ecuatoriana (especialmente de sus l�deres), la cual, aduciendo falsos sentimientos pacifistas, ha ido perdiendo su bien m�s preciado: la DIGNIDAD. Es una bofetada en pleno rostro y, como tal, su efecto perdurar� en el lector hasta mucho despu�s de haber cerrado sus p�ginas.

   El Ecuador, v�ctima del canibalismo de la �hermandad panamericana�, desde su independencia pol�tica de Espa�a, no ha cesado de perder su heredad territorial con pasmosa celeridad. Del �rea geograf�a que le fuera asignada al convertirse en Estado libre y soberano, en la actualidad le queda apenas una peque�a fracci�n, una porci�n diminuta de suelo patrio mal defendida y expuesta a la voracidad de sus vecinos. Es una dolorosa realidad, qu� duda cabe. Pero �existe raz�n valedera como para continuar con este estado de cosas? Ninguna que no sea la cobard�a de sus hijos para pedir cuentas al usurpador, oblig�ndole a mantenerse quieto detr�s de sus fronteras. �Hasta cu�ndo permitiremos los ecuatorianos disfrutar al enemigo de la ocupaci�n de los territorios despojados a la madre Patria? No antes de que surja en el pueblo un sentimiento imbuido de profundo nacionalismo que inculque en sus hombres la convicci�n de llegar hasta el sacrificio en aras de la Patria. Por cierto, para que tal aspiraci�n se conmute en fructuosa realidad, hace falta desde luego el advenimiento de un l�der en el cual confluyan elevadas cualidades, de un Mes�as, inspirado en la DIGNIDAD NACIONAL, que genere suprema confianza en el pueblo que ha de guiar a la cima del triunfo. Ciertamente. Pero aquel l�der o Mes�as est� ya aqu�. Est� entre nosotros. �Es El Soldado! 

   EL SOLDADO es un libro escrito por un ecuatoriano para ecuatorianos. Su primera edici�n, aparecida hace poco y agotada de inmediato, obtuvo resonante �xito incluso m�s all� de los lindes patrios. Hoy Editorial ESCRIBA, en su af�n de propagar la cultura nacional, se complace en presentar esta interesante obra, con una nueva edici�n.

�ngel de la Riva.

 

 

Refugio de Atabatza, febrero 21, hora 8

   El fragoroso estallido del bombardeo y el violento remez�n, que origin� grandes desprendimientos de material p�treo del cielo del t�nel, sin duda fueron simult�neos. Pero debido al p�nico que me dominaba, pude darme cuenta de que me hallaba casi sepultado s�lo cuando el fragor se extingui� y en el �mbito flotaba un ominoso silencio de efecto m�s sobrecogedor que el de las explosiones que lo hab�an precedido.

   No pod�a saber si alg�n pedrusco, de las muchos que me hab�an ca�do encima, me hubiese herido, ya que no me atrev�a a mover un solo m�sculo, temeroso de producir el menor ruido que pudiese atraer la atenci�n de quienes, probablemente, se hallar�an examinando palmo a palmo las inmediaciones de mi refugio. Y de caer en sus manos, �Dios m�o!, nos habr�an liquidado ipso facto, puesto que ellos no eran partidarios de hacer prisioneros a los vencidos. Una r�faga de tiros o el estallido de una granada y todo habr�a concluido para nosotros. Los conoc�a yo bien c�mo se las gastaban con los vencidos.

   Fue s�lo entonces cuando empec� a percibir aquel sonido similar al de una campana rota que, en el transcurso de un peque�o lapso, increment� su volumen ac�stico hasta un nivel insoportable. Mas lo peor no era la tortura infligida al o�do sino esa intermitente dolencia que laceraba mi pecho con la crueldad de un buitre empecinado en arrancar las entra�as. Me sent�a en la misma situaci�n de Prometeo cuando, como castigo a sus transgresiones, Zeus lo hizo encadenar a una roca en el C�ucaso, donde era atacado continuamente por un �guila furiosa. En mi desesperaci�n supuse que aquella terrible tortura no deb�a ser sino el efecto destructivo de alguna m�quina infernal puesta en marcha. En m�s de una ocasi�n se hab�a jactado el enemigo poseer cierta arma b�lica, desarrollada a partir de las ondas sonoras, capaz de aniquilar en el acto a todo un batall�n.

   �Se trataba ciertamente de esos artilugios diab�licos?

   Pero �hab�a transcurrido toda una eternidad y a�n me sent�a vivo!

   Y de pronto, al igual que se prende una l�mpara, sent� que mi mente se iluminaba con el fulgor del razonamiento. Fue entonces cuando, lleno de asombro, descubr� que la causa de mi inquietud no se originaba en el exterior, sino dentro de m�. �Eran los latidos de mi coraz�n magnificados por el p�nico!  

   Trat� de serenarme a toda costa. No hab�a sitio para la desesperaci�n en tales circunstancias. Y procurando imprimir en cada movimiento sumo cuidado, fui desprendi�ndome del material p�treo hasta verme totalmente libre. Me encontraba ileso afortunadamente. Arrastr�ndome, fui hasta la puerta de la gruta, que se hallaba disimulada por unas ramas colocadas all�, y atisb� el exterior. Nadie aparec�a en ese verde mar de aparente soledad que se dilataba frente a m� en forma de selva, aunque el enemigo no pod�a andar muy lejos, desliz�ndose al amparo del exuberante bosque, en acecho de posibles supervivientes del ataque.  

   Tampoco percib� el menor ruido. Toda se�al de vida parec�a haber huido tras el feroz bombardeo que acababa de sufrir ese lugar. Los cr�teres abiertos por las bombas, mostraban sus desdentadas bocas a�n humeantes.

   Escuch� que alguien se quejaba a mis espaldas.  Mire sorprendido hacia donde proven�an los gemidos. Era el cabo Uribe, uno de mis compa�eros de patrulla que el d�a anterior hab�a resultado herido en una emboscada tendida por el enemigo. El terror que momentos antes se hab�a apoderado de m�, hab�a alterado temporalmente la memoria, haci�ndome olvidar que el refugio lo ven�amos ocupando tres soldados dispuestos a ofrendar la vida por la dignidad de una naci�n pac�fica pero orgullosa, peque�a pero valerosa, que nunca m�s permitir�a al invasor hollar su suelo impunemente.

   De los tres, �nicamente yo me hallaba f�sicamente indemne y en condiciones de luchar. Los dos restantes, heridos de gravedad y sin asistencia m�dica, tal vez no volver�an a contemplar el sol. Nos hall�bamos aislados de nuestros compa�eros que, en diferentes puntos, luchaban con valor para expulsar al agresor de nuestro territorio.

   Hasta hace tres d�as antes form�bamos parte de aquellas valerosas tropas y entonces se nos destin� a patrullar una zona no comprometida en el conflicto b�lico. All�, las posibilidades de combate eran remotas, pero, al llegar, la encontramos llena de infiltrados. Y luego de entablar desigual combate contra ellos fue necesario buscar refugio. Por fortuna, en una colina, situada sobre una meseta, dimos con el sitio adecuado. Se trataba de una vieja gruta utilizada quiz� como guarida por las fieras. Seg�n el mapa, aquel sitio se llamaba Atabatza.

   Gracias a su privilegiada situaci�n, que dominaba gran parte del sector, un dilatado horizonte se abr�a ante la vista. Al nordeste, algo desdibujado por las azules brumas de la lejan�a, se divisaba C�ndor Mirador. El fragor del cruento combate que se libraba en ese puesto militar, cual macabra sinfon�a, pon�a la m�sica de fondo para ambientar las dram�ticas escenas que se desarrollaban durante esos d�as en aquella zona de la Amazon�a ecuatoriana.  

   Al oeste, asida a la ladera de una elevaci�n desprovista de �rboles, situada a unos dos kil�metros de distancia, se levantaba una peque�a capilla en la cual quiz� jam�s se efectu� oficio religioso alguno presidido por un sacerdote. Era una rudimentaria construcci�n de exigua cabida. Pero aun as�, y pese a que la mayor�a de los militares se confiesan cat�licos, hubiese resultado holgada a la hora de celebrar misa. Ciertamente, de todo puede vanagloriarse el soldado ecuatoriano pero no de devoto. Cree que la religi�n es buena solamente para las mujeres.

   Mi criterio nunca fue opuesto al concepto que de la religi�n tienen mis colegas. Aunque jam�s me haya solazado con broma alguna tejida en torno de quienes poseen el h�bito de asistir a los oficios religiosos celebrados por el capell�n, en m�s de una vez llegu� a calificarles de fan�ticos. Por qu� habr�a de negarlo.  

   En un patrullaje anterior, ya hab�a visitado yo la capilla que ahora se recortaba sobre el verde manto de la selva, frente a nuestro inopinado refugio. Su �nica imagen, conocida como "El Soldado", con la cual contaba el sagrado recinto, produjo en m� una profunda impresi�n. Se trataba de un viejo crucifijo del tama�o de un hombre de mediana estatura, al cual, alguien de irreverentes ocurrencias, le hab�a vestido con atuendo militar y dotado de un equipo completo de campa�a, fuera de uso. Claro que no todos los �tiles los llevaba encima, como es f�cil de imaginar. El casco estaba colocado, como un sombrero, sobre el extremo superior del madero vertical de la cruz, y el fusil, las cartucheras y las granadas colgaban de los extremos del travesa�o. El aspecto del crucifijo no era desde luego el de un inofensivo sujeto disfrazado de guerrero que inspirase l�stima o mofa, sino m�s bien el de un bizarro gladiador presto a entrar en combate. La cabeza, ligeramente ladeada, y los brazos, vigorosamente desplegados, le daban la impresi�n de que tomaba impulso para lanzarse a la lucha con fiereza irreductible. 

   Era impresionante.  

   Desde tiempos muy remotos, exist�a en la regi�n la creencia de que por Atabatza, aun sin la presencia de guarnici�n ninguna, al invasor le ser�a imposible ingresar a suelo ecuatoriano, porque "El Soldado" era el mejor guarda frontera. De ah� el supuesto de que ese lugar se mantendr�a inviolable siempre.

   En la ma�ana de esa v�spera, poco antes de que descubri�semos a los infiltrados y fu�ramos descubiertos por ellos, visitamos la capilla, la cual bordeaba el camino que llev�bamos. Estaba solitaria como de costumbre. Su puerta, solamente entornada, nos permiti� libre acceso. "El Soldado" nos recibi� con una dulce expresi�n plasmada en su m�rbido rostro saturado de sangrantes lastimaduras y moretones. Nos sonre�a con sus serenos ojos. Al menos era eso lo que me pareci�. En todo caso, su presencia me infundi� una deliciosa paz nunca antes experimentada. Le salud� al estilo militar. Martillo, uno de mis compa�eros y simple soldado como yo, me imit� gustoso. Por su parte, el cabo Uribe, aduciendo ostentar un grado superior al de humilde soldado, no s�lo que se neg� a saludar al crucifijo, sino que le reproch� por su flagrante incumplimiento de las ordenanzas militares. Pues, seg�n �l, era �El Soldado� quien deb�a saludarle. Aquello nos pareci� una broma de mal gusto y simulamos no haberle concedido atenci�n.

   No tardamos en alejarnos de all�.  

 

*  *  *

   Al acercarme al cabo Uribe, vi que le hab�an respetado la tierra y los guijarros que en cambio hab�an cubierto totalmente a Martillo y parcialmente a m�. �ste hab�a resultado herido en una pierna durante la emboscada en la que lo hirieron tambi�n al cabo. Fui sin tardanza en ayuda del sepultado, que pugnaba por librarse de aquel p�treo manto que amenazaba con transformarse en su mortaja. Cuando llegu� junto a �l, ya hab�a logrado sacar una mano y con ella escarbaba la tierra que aplastaba la cara, como lo har�a una gallina en busca de un gusano. Y hube de aplicarme a fondo para impedir que pereciera por asfixia. Mas, a pesar de mi ayuda, apenas consigui� respirar cuando al fin qued� libre.  

   Con todo, fue s�lo cuesti�n de tiempo para que superara el estado de postraci�n en que le hab�a dejado la asfixia, moment�nea por fortuna. De ocurrir lo opuesto, habr�a sido una cruel iron�a del destino para con un valeroso soldado que hab�a logrado salir con vida de la batalla para luego morir como consecuencia de algo no previsto como riesgo militar.

   Claro que a veces acaecen cosas bastantes extra�as cuando el destino se propone burlarse de alguien. Por ejemplo, s� de un buen hombre que pas� la mayor parte de su existencia soportando tantas y tantas enfermedades perniciosas que al com�n de los mortales le hubiese bastado tan s�lo una de ellas para liquidarlo. Adem�s de gustar empinar el codo con notable exageraci�n, era pendenciero contumaz, p�simo amigo y se adornaba con todas las pintas y se�ales del chulo, porque en realidad era �l chulo. La vida no era otra cosa para �l que una interminable regalada fiesta. Con facilidad superaba las enfermedades, saliendo bien librado de manos de los m�dicos, sorteaba h�bilmente la acci�n de la justicia y se burlaba siempre de la venganza de los maridos ofendidos. Era lo que se dice un chico con suerte. Mas un d�a, cuando menos lo esperaba, fracas� frente a una empresa que no revest�a de ilegalidad ni abarcaba peligro. Por el contrario, se trataba del primer acto decente que se le ocurri� acometer en su t�rbida existencia, como el de contraer matrimonio. Durante la boda, su bella desposada enloqueci� de repente y �l, abrumado por semejante desgracia, falleci� en contados minutos.

   Pero no salgamos del tema y vayamos adelante con lo que realmente interesa.  

   Luego de auxiliar a Martillo, limpi�ndole la herida de su pierna solamente con agua, ya que lo hab�amos perdido el botiqu�n, acud� en ayuda de mi superior, que profer�a leves y sostenidos gemidos, como si se avergonzara de manifestar sus dolencias. El disparo que le hab�a atravesado el costado derecho, cerca del hombro, parec�a haber comprometido en alguna magnitud el pulm�n, ya que la sangre le llegaba hasta la boca para verter en forma de permanentes hilillos que corr�an por sus comisuras, adem�s de los escupitajos escarlatas detr�s de cada acceso de tos. Por cierto, en cuanto se mov�a, sangraba tambi�n por las heridas visibles. 

   La tos se le volv�a continua mientras permaneciera acostado y, con ella, el sufrimiento iba en aumento. De ah� que prefiriera mantenerse todo el tiempo recostado en una de las paredes de la gruta. Su recia complexi�n, obrando en contra de las ventajas que siempre le hab�a significado el poseerla, le imped�a encontrar alivio en el desmayo. Tampoco hab�a podido dormir un instante desde el d�a anterior. La tortura del dolor la soportaba, en toda su intensidad, con los sentidos intactos y despejados.  

   Sab�a mi cabo Uribe que la llama de su vida se apagaba, sin embargo, no le preocupaba dar el gran salto al M�s All�. Era todo un valiente. Merec�a m�s que nadie continuar en este mundo.

   S�lo quien tiene la valent�a de enfrentarse a la Muerte es digno de vivir. Porque el mirar de cara a la Muerte mientras ella, tom�ndole en sus descarnados brazos, se dispone a conducirle hacia las tinieblas de la Eternidad, no es nada f�cil. Solamente lo est� permitido a un reducido n�mero de seres privilegiados.

    Al tocarle la frente, comprob� que la fiebre hab�a subido ostensiblemente. Todo �l daba la sensaci�n de un horno en plena incandescencia. Del residuo del agua que consegu�a recoger en uno de los cascos, de las gotas que rezumaba el techo de la gruta, di a beber unos sorbos y tambi�n lav� sus heridas. Era lo �nico que pod�a hacer por mi superior. La imposibilidad de contar con los medios necesarios para combatir la infecci�n o, al menos, mitigar el sufrimiento hasta cuando ocurriese el milagro de que nuestros compatriotas viniesen a rescatarnos, me desesperaba.

   �Mi cabo, tenga usted la seguridad de que saldremos con bien de �sta �quise alentarle, pint�ndole una idea que le anclase al deseo de vivir, neg�ndose a aceptar lo inevitable�. El bombardeo que acaba de lanzar el enemigo, forzosamente habr� sido visto o detectado por alguna de nuestras patrullas que vigilan las �reas aleda�as. Supondr�n que el ataque habr� dejado supervivientes en nuestras tropas y no tardar�n en venir para ayudarnos.     

   Me mir� con sus ojos encendidos por la fiebre, que, a la precaria luminiscencia que se filtraba hasta la galer�a, parec�an ba�ados de un fulgor fosforescente.  

   �Gracias, soldado P�rez �musit� el moribundo en medio de gemidos prolongados que transmit�an a mi alma sus dolencias en toda su infinita crudeza�, reconozco en lo que vale su buena intenci�n por obsequiarme con una remota esperanza de vivir cuando para m� todo ha concluido. Dentro de poco tiempo habr� de partir llevando conmigo la satisfacci�n del deber cumplido. El haber acudido al llamado de la patria para defenderla, confiere a mi esp�ritu una felicidad nunca antes sentida. P�rez, �qu� mayor gloria pude haberla esperado!

    Un ataque de tos interrumpi� por unos instantes sus palabras apenas audibles pero llenas de emoci�n. Luego continu�:

   �Cuando ni�o, mientras los pac�ficos ecuatorianos viv�amos el sobresalto del conflicto de Paquisha, temerosos de que la patria volviese a ser v�ctima de los cercenamientos y vejaciones que sufriera desde su inicio como Estado soberano, escuchaba lamentar a mi abuelo de los actos de barbarie perpetrados por el invasor con las provincias del sur, durante el transcurso de los a�os de 1941 y 1942, mientras las reten�a como prenda para forzar a Ecuador la suscripci�n del llamado Protocolo de Paz, Amistad y L�mites, celebrado en R�o de Janeiro.

   "Escuchaba impresionado rodar de sus tr�mulos labios compungidas frases, rebotando entre el dolor contenido y la in�til furia, en un intento por graficar el silencio c�mplice (salvo M�xico) de todos los pa�ses de Am�rica, que se limitaron a mirar, con la indiferencia del cobarde, la sangre inocente derramada por el Ca�n de Am�rica. "Qu� suerte le cupo a mi Patria �dec�a aqu�l�. Igual que la de Cristo: �crucificado entre bandidos!"

   Le sobrevino un nuevo ataque de tos, m�s intenso que los anteriores, trayendo consigo otra interrupci�n. Pero no tard� en retomar la palabra:  

   �Aquellas conmovedoras palabras �continu� el cabo�, atravesadas como una espina en mi mente, me han acompa�ado durante mi existencia, cubri�ndome de verg�enza y llen�ndome de temor, temor a que la integridad y la misma existencia de mi pa�s, como naci�n, dependiesen de la voluntad de su  malvado vecino; record�ndome la realidad lastimosa de que el Ecuador ha adolecido siempre de dirigentes pol�ticos honestos y de  convicci�n c�vica, con un prop�sito y una meta de forjar la grandeza de la Patria, instaurando y propagando la Cultura del Honor; lament�ndome de que todo ecuatoriano nace marcado con el estigma de la deshonra (versi�n nacional del "pecado original" que la iglesia cat�lica asegura pesar sobre todo reci�n nacido) como efecto de la falta cometida por sus antecesores incapaces de defender su heredad territorial; exhort�ndome a dedicar todos los actos de mi vida al servicio de la Patria, de esa Patria humillada, parcialmente ocupada  por el enemigo, y en espera de que sus medrosos hijos, revisti�ndose de dignidad, echasen al contumaz invasor a la orilla sur del Amazonas.

   Ahora hablaba con energ�a y firmeza. Se dir�a que de pronto se hab�a liberado de las dolencias.  

   �Al principio �prosigui� el cabo�, impulsado por la inocencia de la juventud sent� viva atracci�n por la pol�tica, convencido de que hallar�a en ella el veh�culo que permitir�a llegar al aletargado coraz�n del ecuatoriano para despertarlo con una eclosi�n de sentimientos patri�ticos. Reacci�n indispensable para crear el frente c�vico que la furtiva dignidad nacional lo requiere. Pero pronto hube de renunciar a esa aspiraci�n al descubrir el templo de la pol�tica convertido en guarida de g�ngsteres, pele�ndose a dentellada limpia entre s� por obtener la tajada m�s suculenta. Por desgracia, en la pol�tica criolla no existe cabida para la honestidad ni se puede encontrar el camino id�neo para llegar a la soluci�n de los graves males que aquejan al pa�s. Su infecto mundo no admite la menor posibilidad de poder llevar al terreno del debate temas que, por su transparencia, pusiesen en riesgo la posici�n de ventaja de quienes medran en �l. En su tribuna, la tesis de invalidez de esa conspiraci�n internacional llamada Protocolo de R�o de Janeiro, no encuentra asidero y sirve solamente para sacudir el avispero formado por una caterva de infames detractores. Ya Jos� Mar�a Velasco Ibarra, al proclamarla, hubo de enfrentarse a la antipatria desenmascarada por primera vez.

   "Cr�ame usted que, de haber prosperado esta propuesta, no se habr�a limitado ella a un l�rico manifiesto de inconformidad unilateral acerca de aquel tratado, sin otro apoyo que el de la fuerza de la raz�n, sino con el que otorga una acci�n militar nutrida por la energ�a generada por todo ecuatoriano, en condiciones de tomar un arma, convertido en soldado. Y es precisamente ah� donde y cuando salta la liebre.  

   "�Pues aquellos caballeretes metidos a soldados, con el riesgo que ello implica? �Jam�s! �Qu� se jueguen la piel los dem�s!  

   "El servicio militar obligatorio y la profesi�n castrense est� bien para los chagras, indios y cholos, cuyo destino es la servidumbre y que nunca est�n mejor que cuando obedecen. En cuanto a ellos, los batracios del pantano pol�tico y la fauna olig�rquica, que no nacieron sino para gozar, �por qu� habr�an de buscarse problemas innecesarios que comprometan su muelle existencia? La sola posibilidad de que alguno de sus dorados v�stagos se viera forzado a tomar el arma y luchar de cara a la muerte, les pone la carne de gallina. �C�mo sacrificar a sus hijos en el ara de la Patria cuando ellos, sus padres, no saben sino esquilmarla?

   "He aqu�, soldado P�rez, uno de los motivos que explica la oposici�n a ultranza de la oligarqu�a y sus aliados naturales, los politicastros encaramados por turno en el poder, a dar tr�mite tal tesis, convirti�ndola en bandera de reivindicaci�n que obligara la retirada inmediata del invasor del territorio ocupado por �l. Pues, si los israel�es consiguieron recuperar su Patria, luego de dos mil a�os de haberla perdido, c�mo no conseguir los ecuatorianos, si apenas ha transcurrido algo m�s de medio siglo del despojo de parte de la nuestra. La sangrante herida abierta en nuestra Patria con la alevosa invasi�n de 1941, se cerrar� tan s�lo cuando su territorio ocupado haya sido liberado del usurpador.     

   Martillo volvi� a pedir agua. Fui en su socorro. Di a beber y revis� la herida que, por falta de asistencia m�dica, presentaba un aspecto feo y desconsolador. Inflamada y convertida en un verdadero manantial de f�tida purulencia, denunciaba que la gangrena hab�a puesto en ella sus mortales garras. La dolencia deb�a ser intensa, sin embargo, no profer�a una sola queja. La cubr� con unas hojas, para protegerla de las moscas, y retorn� donde el cabo, que se hallaba recostado unos metros m�s all�.  

   ��C�mo se encuentra ese valiente? �interrog� mi jefe, refiri�ndose a Martillo.

   �Bastante mal �respond� con pesar.  

   �No obstante, lo soporta con admirable resignaci�n. Supongo que tambi�n �l habr� de partir pronto. En todo caso ir� feliz. Porque �l ha saldado ya su deuda con la Patria.

   Efectivamente, Martillo hab�a cumplido con el deber que la Patria impone a sus hijos: el de defenderla. Y lo hab�a hecho heroicamente, diezmando varios hombres a las patrullas enemigas de avanzada, antes de caer herido. Era �l un verdadero patriota digno de emulaci�n. Mas mi caso era diferente. Todav�a no hab�a causado baja alguna al enemigo y, lo que era a�n peor, durante el combate me vi sobrecogido por el miedo y la desmoralizaci�n hizo presa de m�, impidi�ndome afinar la punter�a. Era evidente en m� la falta de aptitud para la lucha. Y aquello me aflig�a.  

   ��Se siente usted bien, P�rez? �me pregunte el cabo, centrando su mirada en mi rostro, seguramente desencajado por la verg�enza que me produc�a aquella g�lida sensaci�n que se posaba en el coraz�n en cuanto comparaba el valor de mis compa�eros con el m�o� �Ha resultado usted lastimado por alg�n pedrusco durante el derrumbe? La verdad es que tiene mal semblante.

   No pod�a enga�arle con una respuesta falsa y la comuniqu� el motivo de mi sufrimiento. 

   �Pero �cree acaso usted que yo me he sentido mejor durante los combates y, sobre todo, cuando acaeci� el bombardeo? �revel� el h�roe� �Nada  de eso! Si usted me hubiese prestado atenci�n durante esos momentos, se hubiera dado cuenta que me hallaba abatido por el miedo. El verme expuesto a perder la vida de un instante a otro no me hac�a gracia alguna, cuando poco antes hubiese apostado a que llegar�a yo los cien a�os de edad.  

   "El miedo y la desmoralizaci�n son debilidades muy humanas, soldado P�rez. Todo aquel que ha vivido similares experiencias, incluyendo el m�s bravo de los combatientes, conoce de sobra que se torna en su v�ctima cuando los nervios han sido triturados por la tensi�n. Entonces espera que un balazo certero ponga fin a ese estado de cosas. Tampoco resulta f�cil substraerse del miedo una vez que se ha ca�do en su red, porque mientras m�s lucha uno por librarse de �l m�s atrapado se ve. Lo conveniente es no tratar de oponerse a este sentimiento y esperar a que �l sucumba abatido por su propia frigidez. El miedo viene y se va como la tempestad, sin que nada ni nadie puedan opon�rselo. Sin embargo, regresa para abatir a quien se lo d� por opon�rselo. Por tanto, es mejor aprender a vivir en su oprobiosa compa��a. 

   Sus palabras mitigaron mi ansiedad. Y entonces empec� a recobrar el dominio de mis nervios.

   �Y bien, soldado P�rez, como dec�a, �ste es s�lo uno de los motivos que ha permitido al usurpador apoderarse de nuestro suelo patrio �dijo el cabo, refiri�ndose a su razonamiento anterior�. Pero existe otro, mucho m�s repugnante que el comentado, que a priori resulta inexplicable, dif�cil de aceptarlo, sobre todo si se fija en quienes recae la culpa. No obstante, el enigma no resiste el an�lisis m�s superficial. Adem�s, basta con formular la siguiente pregunta para que su respuesta se�ale la direcci�n del mismo fangal que alberg� a Judas y a Arroyo del R�o y donde ellos ensayaron su perfidia: la traici�n. �Por qu� ciertos sujetos, miembros conspicuos de la dorada sociedad del pa�s, abogan con ferina vehemencia por una soluci�n inmediata, privada y pacifica del diferendo fronterizo, renunciando sin argumentos valederos a todos nuestros derechos en beneficio del agresor? En su premura, simulan ignorar que el Ecuador posee t�tulos jur�dicos que lo acreditan como de su perpetuo dominio el territorio desmembrado mediante la fuerza irracional de las armas. Suceso atroz que contraviene flagrantemente los mandatos los convenios internacionales vigentes.

   ��Por qu�? �pregunt� alarmado.

   �Sin duda porque se traen entre manos un asunto tenebroso y a la vez altamente beneficioso a sus mezquinos intereses, el cual les es indispensable finiquitarlo cuanto antes.  

   ��Buscan entonces cumplir con absoluta fidelidad el compromiso pactado con quienes cotizaron su traici�n? �Vaya honor entre bandidos!

    �Lo incre�ble del caso es que esta cofrad�a de traidores son inmunes al remordimiento que al r�probo de Kariot obligara a buscar en la cuerda la expiaci�n de su infamia. �Arroyo del R�o termin� sus d�as gracias a la corbata de c��amo? No, de donde se sabe. Pero sus disc�pulos �acabar�n por pender del extremo de una soga atada a la rama de un �rbol? Qui�n sabe. Aunque yo no apostar�a a que tal cosa no vaya a ocurrirles tarde o temprano. Ya aparecer�n quienes les pidan cuentas.  

   "Y como usted puede suponer, en ese mercado de conciencias, donde el honor ha sido inmolado al dios metal y enarbolan su bandera como emblema de la felon�a, el credo del nacionalismo no tiene sitio. El ideal de forjar la nueva Patria, el Ecuador profundo, grande y respetado, se estrella en la indiferencia, porque ese antro no alberga sino miserables individuos de mente ratonil.

   �Pero existen en nuestra sociedad instituciones de probada solvencia moral en las que uno puede confiar �reflexion�. El Magisterio, los medios informativos, por ejemplo.  

   �Tampoco el civismo tiene mejor acogida en ninguna de esas instituciones que usted las cita ingenuamente �respondi� el cabo Uribe, mir�ndome con cierta decepci�n�. �Acaso no ha escuchado usted tanto a docentes como a periodistas defender la tesis peruana con ah�nco y convicciones aun mayores que los usados por los mismos peruanos? Precisamente de ah� proviene la culpa de que parte de los ecuatorianos (ir�nicamente, la que se proclama culta) se pronuncie por la soluci�n que menos le conviene a los intereses de la Patria. Uno se resiste a creer cuando ve c�mo estas entidades esenciales del Estado, que tienen como misi�n la obligaci�n de desarrollar y perfeccionar las facultades intelectuales del ni�o y del adolescente, la una, y la otra de informar con absoluta veracidad, contribuyen m�s bien a desorientar y debilitar el fervor c�vico de la poblaci�n. La entidad educativa es rea de omisi�n, la informativa lo es de complicidad de este crimen.  

   La declaraci�n, que atribu�a a los medios informativos del delito de lesa patria, me llen� de preocupaci�n y hasta de miedo. Desde luego, no por parecerme ella temeraria sino por la audacia con que la hab�a formulado en presencia de testigos, aunque ninguno de nosotros fuera capaz de denunciarlo ante los lacayos ni mucho menos ante los jefes de tan poderosas empresas. Porque en nuestro pa�s cualquiera puede insultar impunemente a los dem�s, si as� lo desea, pero nadie se atreve siquiera a arrugar el ce�o delante de los hipersensibles chicos de la prensa. Del haraquiri son devotos tan s�lo los s�bditos del Pa�s del Sol Naciente.

   Con la esperanza de que un distinto razonamiento de mi superior me aliviase el efecto producido por sus anteriores palabras, dije:

   �Mi cabo, a pesar de todo, existen sectores de la sociedad que estar�an dispuestos a permitir la difusi�n, desde sus tribunas, ideales tan altruistas. Me refiero a los sindicatos y gremios de profesionales de los cuales, precisamente, no carece el pa�s.  

   ��Imposible! �profiri� el cabo, hurgando la herida con sus dedos, como si tratara de buscar algo en ella. Luego de mirar por un instante los dedos esmaltados de sangre, continu�: Pues, ni en las satrap�as sindicales ni mucho menos donde guarece la rabiosa burocracia, ensayando irreverentes gestos contra la abnegada Patria que la amamanta, existe lugar para nada decente. Su aparente respetabilidad sirve apenas para encubrir la f�tida podredumbre que corroe y mina sus entra�as, mas no para abrigar ideales de redenci�n social. Son nada m�s que carro�a con la cual satisfacen su apetito los buitres de la pol�tica, que no cejan de cernir los t�rbidos cielos del oportunismo.  

   �Jam�s he tenido yo la oportunidad de tratar a esa gente y mucho menos de analizarla �dije conmovido de mi falta de ilustraci�n y perspicacia�. Salvo la diferencia de su elevada posici�n frente a la de los humildes, la supon�a dominada por vicios y virtudes comunes. Debido a la ingenuidad que, es la nota predominante del estrato social al cual pertenezco, he podido mirar sin ver y o�r sin entender lo que acontece realmente en la alta sociedad y en las c�pulas del Poder.  

   �Afortunadamente, P�rez, en nuestro pa�s, manteni�ndose inalterable su naturaleza, como el aceite sobre el agua, existen a�n gente de alma generosa que hace de la decencia su marco de conducta. Es ella la que, por conservar intactos los valores morales, genera la esperanza de ver reintegrada la Patria, ya que se ha constituido en art�fice de su defensa. De ella proviene aquel hombre sencillo, modelo de dignidad, valent�a y abnegaci�n, que ha sido armado soldado por Marte para asumir la gloriosa misi�n de luchar por la Patria. �Qu� otro honor puede aspirar el ecuatoriano que no sea el de lavar con sangre las ofensas inferidas a su madre? Y yo, el m�s humilde de sus hijos, manteni�ndome fiel a la promesa de vengarla, que la hiciera un d�a ya lejano, renunci� a predicar en el �rido desierto y no pens� sino en abrazar la fervorosa profesi�n de militar.  

   Pese a que sus �ltimas palabras las hab�a expresado con energ�a y coherencia, era evidente que el momento supremo hab�a llegado para �l. Su palidez cadav�rica, sus ojos vidriosos, desmesuradamente abiertos pero impotentes de retener en sus pupilas la menor se�al de luz, el pulso y la respiraci�n cada vez m�s tenues, dec�an que las parcas se ocupaban ya en cortar el cord�n que le un�a a la vida. No obstante, volvi� a mover los labios para decirme con un soplo de voz:  

   �Soldado, el enemigo habr� de pasar tambi�n sobre su cad�ver para tomar Atabatza. Luche hasta la muerte. �Es una orden!  

   ��Mi cabo! �exclam�, sin poder evitar la angustia que me causaba verle morir� Resista un poco m�s, que no tardar�n en venir en nuestra ayuda.

   Exhal� un profundo y entrecortado suspiro, que liber� en la galer�a de fat�dicos augurios, y musit�:  

   �Todos llegamos a la vida en deuda con la Muerte. Si la pagamos hoy no la deberemos ma�ana.

   Y expir�.

 

 

 

   Colina de Atabatza, febrero 20, hora 7

    ��Pues tanto les ha molestado a ustedes que le hubiera dirigido yo una broma a "El Soldado?� La verdad es, amigos m�os, que ese mu�eco estrafalario, con su aspecto descarnado, no me provoca risa sino �coment� el cabo cuando dejamos la capilla.

   Nos adentramos en el espeso bosque para continuar con el patrullaje amparados por su densidad, ya que de modo alguno resultaba prudente desplazarnos a campo abierto, aunque la posibilidad de tropezarnos con una patrulla enemiga la cre�amos remota. Solamente unas horas antes hab�amos intercambiado, mediante radio, amplia informaci�n con la guarnici�n fronteriza de Atabatza, sin que nos hubiesen reportado novedad ninguna.

   Martillo avanzaba adelante, procurando buscar el terreno apropiado para transitar por �l, pero al escuchar el irreverente comentario del cabo, detuvo en el acto y se volvi� para encararse a �ste. Hinch� el cuello como una serpiente dispuesta a atacar, pero logr� dominarse. Y algo tranquilizado, le pidi� guardar respeto a la imagen del Salvador. Yo, en aras de la paz com�n, no emit� criterio alguno en contra ni en favor de ninguno de los dos, aunque no me falt� el deseo de unirme a Martillo. 

   El cabo no pudo contener la risa viendo que uno de sus subalternos estuviese a punto de insubordinarse por cuestiones religiosas. Mas no quiso dar importancia al incidente y, sin dejar de sonre�r, dijo:

    ��Oh!... �Es qu� realmente se siente usted inclinado a venerar ese trozo de madera p�simamente labrado? Martillo, demu�streme el poder que le atribuyen a esa imagen y le aseguro que no tendr� inconveniente en adorarla de hinojos. �Qu� me responde usted? �dijo y volvi� a re�rse, mir�ndonos alternativamente a los dos.  

   �Mi cabo �arg��, �qu� me dice usted del incre�ble caso de que jam�s patrulla enemiga alguna haya podido ingresar aqu�, no obstante la reducida guarnici�n que la protege, cuando por otros sitios mejor guardados lo han hecho con frecuencia?  

   Eso era cierto. Por puestos fronterizos como, por ejemplo, Tiwintza, Base Sur, Cueva de los Tayos, Coangos o C�ndor Mirador, donde en n�mero respetable nuestros soldados vigilan alertas sus posiciones, tropas peruanas hab�an logrado infiltrarse. A esas mismas horas, en tales sitios se libraba cruenta lucha para expulsar al invasor. �Y c�mo era que Atabatza, pese a su reducida vigilancia, persistiera siempre inaccesible a las turbias aspiraciones de aquel mal vecino? Pues bien, para quien creyera en la leyenda de "El Soldado", la respuesta era simple: jam�s permitir�a �l una invasi�n por el sitio encomendado a su custodia.  

   �Vamos. Esta circunstancia se debe en parte a las caracter�sticas inmejorables que presenta esta posici�n para la defensa �dijo el cabo, mirando la peque�a meseta, coronada por una colina, que se alzaba a dos kil�metros en direcci�n Este�. Soldado, mire esa planicie que se levanta entre acantilados formados por dos r�os de apacibles aguas que, al acercarse ac�, se abren como brazos para abarcar la belleza del paisaje. S�lo unos pocos hombres situados all�, podr�an detener f�cilmente el avance de todo un batall�n. Y detr�s de esa meseta existe otra de caracter�sticas similares y es ah� donde est� la guarnici�n fronteriza. Tratar de conquistarla supondr�a una in�til p�rdida de vidas humanas. Es esta la principal de las razones para que este sector permaneciera pac�fico.  

   ��La principal de las razones? �Y cu�les son las otras, mi cabo? �el talante de Martillo volvi� a encresparse. Sus ojos echaban chispas inflamados por la ira.  

   �Otra de las razones para que hasta ahora los �peruchos� se hayan mantenido alejados de aqu� es, simplemente, de origen supersticioso �respondi� el cabo, achicando los ojos�. La leyenda de "El Soldado" de Atabatza ha sobrepasado los lindes patrios, generalizando afuera la creencia de que tal imagen custodia este lugar como lo har�a una compa��a bien artillada. Y dado que los militares de all�, igual que los de aqu�, son gente sencilla y, debido a ello, propensas a dejarse enga�ar con lo primero que se les cuenta. Por tanto, lo temen a "El Soldado" con todo el temor que les es posible acumular en su pecho, porque la superstici�n tiene excelente acogida tambi�n en ellos.

   �Mi cabo, y aquel temor supersticioso que genera en ellos, �no es, acaso, un milagro? Porque lo que cuenta en este caso es que el enemigo carece de suficientes arrestos para aventurarse a probar suerte aqu� �expres� Martillo, satisfecho de poder demostrar a Uribe que aquel asunto no estaba desprovisto de poderes sobrenaturales.

   Uribe mostr� su perfecta dentadura al entreabrir sus labios con franca sonrisa. No obstante, hab�a en ella una expresi�n maliciosa y algo desafiante cuando dijo:

   �Ese milagro, como lo llama usted, dejar� de surtir efecto en cuanto las tropas enemigas dejen de recibir �rdenes de los mandos medios (que comparten tambi�n de las creencias de sus subalternos) para obedecer exclusivamente las provenientes del Ministerio de Guerra. Entonces el temor de enfrentarse a un consejo de guerra por insubordinaci�n superar� al que lo sienten por "El Soldado".

   Con aquellas palabras dio por terminada la discusi�n el cabo y, situ�ndose �l en primer lugar, nos invit� a proseguir la marcha.  

   Luego de dos semanas de haber formado parte de una patrulla de combate en uno de los puntos m�s candentes del conflicto, con riesgo de recibir, de un instante a otro, la bala que te borrar�a de la demograf�a o de pisar la mina, plantada por el enemigo, que te dejar�a con s�lo la mitad de tu anatom�a para enfrentarte as� al resto de tu vida, me parec�a bien ganado el traslado a una patrulla de reconocimiento en el lugar menos peligroso de todo el cord�n fronterizo. Una misi�n rutinaria. Al sumergirme en ese remanso de tranquilidad, cre� que mis nervios, destrozados por la tensi�n y la imposibilidad de poder dedicar el suficiente tiempo al sue�o restaurador, encontrar�an la oportunidad de reponerse. M�s tarde, con renovados br�os y la eficiencia del guerrero experimentado, volver�a a la l�nea de combate.

   Nos desplaz�bamos por un �rea umbr�a cubierta por grandes y frondosos �rboles, cuyo tupido follaje hurtaba los rayos del ma�anero sol, manteniendo el interior dominado por una sempiterna penumbra y reteniendo en su atm�sfera un delicioso frescor. La ausencia de mara�a y de accidentes topogr�ficos pronunciados, adem�s de un suelo relativamente firme, facilitaba la caminata que ten�a como primera meta del d�a el arribo a la cima de una elevaci�n que dominaba el valle. Unos minutos m�s y habr�amos llegado.  

   Todo era tranquilidad y calma en torno a nosotros. Demasiada calma, se dir�a. De pronto, el bosque, normalmente pleno de festivos trinos, ferinos gritos, zumbidos y susurros misteriosos, se cobij� de un ominoso silencio. Parec�a haberse apagado todo el embrujo de aquel para�so terrenal.

   Nos acerc�bamos a la meta fijada. Apenas un centenar escaso de metros y estar�amos all� para contar con la facilidad de poseer, en ese sector, un campo visual que abarcar�a todos y cada uno de los 360 grados de la circunferencia. Uribe continuaba adelante, andando sin prisas mientras fumaba con deleite su cigarrillo. Parec�a disfrutar del recorrido y hasta daba la impresi�n de hallarse abstra�do en la contemplaci�n de la est�tica belleza circundante.

   Pero, �no!

   De pronto se qued� inm�vil, equilibr�ndose en un solo pie para impedir que el pr�ximo paso, impulsado por el precedente, llegara a producirse. Al fin decidi� afirmarse, luego de examinar el suelo con sumo cuidado. Acto seguido, orden� que retrocedi�semos, caminando exactamente sobre las huellas que hab�amos dejado para llegar hasta all�. Mientras le obedec�amos, se puso �l a examinar cuidadosamente el suelo, junto a sus pies. Pronto se reuni� con nosotros y nos advirti� que el terreno estaba, pr�cticamente, sembrado de minas antipersonales.  

   Nos hab�amos salvado de puro milagro.  

   ��Hemos venido a dar precisamente al sitio donde, en breve, ser� el centro de la tormenta! �musit� el cabo Uribe, sin dejar de escudri�ar el terreno con la mirada. 

   �Debemos comunicar de inmediato a la brigada lo que ocurre aqu� �opin� Martillo.  

   ��Ni pensarlo! ―exclam� el cabo― Un mensaje mediante la radio no servir� sino para prevenir al invasor que acaba de ser descubierto y, en tal situaci�n, se apresurar�a a fortificarse, presentando mayores dificultades para su desalojo. Lo que debemos hacer es tratar de salir de aqu� lo antes posible e informar personalmente a la brigada. Porque es de suponer que el enemigo descifra todo mensaje que se transmite. �Adelante compa�eros! Espero que la suerte est� de nuestra parte �concluy� Uribe, poni�ndose en camino.

   No lo estaba.  

   Recorrimos tan s�lo una peque�a distancia, improvisando una v�a hipot�ticamente id�nea para poder escapar por ella, cuando Martillo, que, a trav�s de su catalejo, oteaba el entorno, distingui� un grupo de cinco soldados peruanos, caminando con toda tranquilidad en nuestra direcci�n. Nos parapetamos detr�s de unos troncos mientras ellos se acercaban. Iban tan seguros de que nadie les estorbaba el paso, que hasta uno de ellos entonaba a voz en cuello una marinera. Los dem�s se re�an a mand�bula batiente, mof�ndose sin duda de los berridos del cantante.

   Eran ellos muy j�venes. Conscriptos, presum�. Carec�an de aquel aire marcial que caracteriza al militar de carrera. Parec�a m�s bien una jorga de adolescentes de regreso al hogar luego de vagabundear parte del d�a, burlando la vigilancia de sus progenitores.

   Daban la impresi�n de no tener ning�n respeto por la profesi�n que ejerc�an. Tra�an el fusil de dotaci�n, tomado por la correa o us�ndolo como bast�n, salvo uno, que lo transportaba en bandolera. Se dir�a que lo consideraban una carga in�til e insufrible. Dos de los sujetos llevaban consigo sendos machetes con los que se entreten�an dando tajos a mansalva a los �rboles que encontraban a su paso. Su atav�o consist�a en camiseta y pantal�n de manga corta, de color verde oliva, igual que la banda de tela atada en torno de la cabeza, y sandalias elaboradas de tiras de hule obtenidas de neum�ticos viejos de veh�culos. Por supuesto, no llevaban casco. Si acaso alguna vez contaron con este objeto, quiz� lo dejaron olvidado pronto o lo descartaron crey�ndolo superfluo. Tampoco tra�an consigo cartuchera alguna.

   Y era esta parodia de militares la que se hab�a atrevido a profanar nuestro territorio. Aquello manifiesta que la pol�tica expansionista del Per�, representada por un militarismo caduco y corrompido, se sustenta en la perenne e infame campa�a de ficticia reivindicaci�n territorial, orquestada por el cuerpo diplom�tico m�s artificioso que se conozca, y en la compra de conciencias m�s que en su solvencia militar. Sin embargo, el enemigo, con estas mismas huestes, en 1941 invadi� el Ecuador y contin�a a�n ocupando parte de su territorio. Pero �qu� sucede con los ecuatorianos? �Hasta cu�ndo permanecer�n inertes, posponiendo con su indiferente actitud la hora de pedir cuentas al agresor? �Qui�n lo sabe? No obstante, tengo el presentimiento que no ser� por mucho tiempo. Pero en tanto que esto suceda no ser�a mala idea la de empezar por adornar las ramas de los �rboles m�s altos con los cuerpos de los traidores que no tuvieron ni tienen embarazo en beneficiarse del oro peruano a cambio de la venta de su Patria.  

   Ocultos detr�s de unos �rboles, atentos a sus movimientos, esperamos a que llegasen junto a nosotros y cuando los tuvimos copados, con los M-16 prestos a disparar, les conminamos a que se rindieran. Ninguno de ellos opuso resistencia. Con la sorpresa y el miedo pintados en sus rostros, dejaron caer sus armas y levantaron los brazos.

   Su expresi�n era la de quien asistiera a su propio funeral. Con seguridad, daban por descontado que sus d�as como inquilinos de este valle de penas, gracias a nuestras balas, tocaban a su fin. Nos juzgaban de acuerdo a c�mo obrar�an ellos mismos en iguales circunstancias.

   Siempre con los M-16 en ristre, les apartamos de las armas que acababan de caer a tierra entre gemidos met�licos, buscando evitar, por su propio bien, in�tiles tentaciones. No era nada imposible que alguno de ellos, deseando interpretar el papel de h�roe, intentase recuperar una granada, por ejemplo, con la intenci�n de inmolarse con tal de llevarse por delante a sus captores. Por lo dem�s, estaba en su derecho adoptar cualquier decisi�n por desesperada que fuese. Sin embargo, al parecer no abrigaban ning�n prop�sito temerario, s�lo retroced�an en silencio. Bueno, entendiendo como tal la ausencia de sonidos articulados. Pero si se toma en cuenta el ruido que produc�an como efecto del constante casta�eteo de sus dientes, entonces la sem�ntica var�a.

   Retrocedieron hasta donde una de las enormes y semienterradas ra�ces que anclaban a tierra a un gigantesco matapalo, les impidi� continuar el avance, levant�ndose como un pared�n dispuesto para recoger el postrer aliento de cinco hombres que ver�an pronto tronchada su existencia en la flor de su edad. Era evidente que aquel poco sugestivo escenario no contribu�a precisamente a saturar de optimismo a los prisioneros.

   �Pues bien. �Qui�n de ustedes capitanea esta banda de forajidos? �inquiri� Uribe, neg�ndose a reconocerles como militares. Y se puso a examinarles detenidamente con la mirada.

   Nadie respondi�. El miedo les encadenaba la lengua. Pero cuatro de ellos miraron con disimulo a su quinto compa�ero, quien se distingu�a por tener los ojos singularmente saltones como los de una langosta, descubri�ndole fatalmente. El cabo se dirigi� a �l:

   ��Es usted el jefe?

   No hubo respuesta. 

   ��Es usted, acaso, sordo o mudo? �Hable, bandido! �espet� el cabo.

   El sujeto le miraba angustiado con sus ojazos de saltamontes.  

   �Est� bien. No me lo diga ahora si usted lo prefiere as� �se resign� de momento Uribe a continuar sin escuchar la misteriosa voz de nuestro prisionero de mayor jerarqu�a�. Pues este lugar tal como se presenta ahora no se presta para arrancarles la verdad mediante la tortura. Pero le advierto que un poco m�s all�, mientras les conducimos hasta nuestra brigada, les obligaremos a decirnos cu�ntos son ustedes y desde cu�ndo se encuentran aqu�.  

   De pronto, aquella lengua rompi� su mordaza para asombrarnos:  

   �Pero �c�mo, mi capit�n! �Es que no van ustedes a fusilarnos aqu� mismo? �Gracias, mil gracias mi capit�n! �profiri� atropelladamente el medroso individuo, invadido de pronto por la inmensa alegr�a de saber que su vida, poco antes supuesta irremisiblemente perdida, no corr�a el menor riesgo.

   Estaba claro que ellos nos juzgaban de acuerdo con la brutal conducta que sus compatriotas usaban con los prisioneros ecuatorianos. Tan s�lo d�as antes, el mundo se horrorizaba cuando en Lima, en medio de la algarab�a general que destacaba la sa�a de un pueblo desinformado y sustentado por el odio, exhibieron al sargento Chal�, luego de hab�rsele vaciado un ojo, junto a la indumentaria, te�ida en sangre, de soldados ecuatorianos ca�dos en combate. Los medios de difusi�n internacional cubrieron estos actos de barbarie y, por supuesto, tambi�n muchos otros de similar impacto.

   ��Diablos! Pero �por qu� habr�amos de cometer tama�o crimen? �respondi� el cabo desconcertado con lo que acababa de o�r�. No niego que ustedes se lo merecen. Pero los ecuatorianos somos civilizados y respetuosos de las Leyes. �Claro que no vamos a fusilarlos! Qu� disparate se les ocurre a ustedes. Sin embargo, permanecer�n prisioneros mientras dure el conflicto. Otra cosa: no soy capit�n sino apenas cabo.

   Sabi�ndola garantizada su seguridad, el militar peruano describi� sin omitir detalle los sucesos en los que, �l y sus compa�eros, intervinieron desde el instante en que se hab�an infiltrado en nuestro territorio. A medida que avanzaba el relato, sent�amos que nuestra inquietud iba en aumento. La situaci�n, por lo que pod�a inferirse de los hechos expuestos por el prisionero, promet�a terribles e inmediatos desenlaces.

   Dos meses atr�s, a mediados de diciembre, una patrulla de avanzada peruana hab�a penetrado en esta zona, sin que nunca la hubi�semos detectado. Su misi�n era la de establecer aqu� un puesto militar que, m�s tarde, cumpliese la funci�n de puente a las huestes invasoras, adem�s de servir testimonio de soberan�a, en el pr�ximo conflicto territorial que el Per� se dispon�a a crear en la regi�n. Ante esta forjada evidencia, una probable inspecci�n delegada por los pa�ses llamados garantes del Protocolo de R�o de Janeiro no pondr�a reparos en ratificar los argumentos peruanos. Y cuando el Ecuador, ateni�ndose a la verdad, denunciara que su puesto militar fronterizo, situado a varios kil�metros al levante, hab�a sido vulnerado por el enemigo, servir�a para acusarlo que m�s bien �l hab�a invadido a su "pac�fico" vecino. Era el sistema usado siempre tanto por los usurpadores como por sus c�mplices.

   La misi�n encomendada al elemento de infiltraci�n, en todos sus detalles, hab�a sido cumplida con pulcritud y eficacia para esa fecha. A esa hora, los preparativos para realizar uno de los actos de usurpaci�n m�s alevosos, estaban a punto. Todas las acciones prestas a consumarse estaban trazadas cuidadosamente para que nada pudiese conducir al fracaso. Y como pr�logo de la historia sangrienta que se iba a escribir, la reducida guarnici�n fronteriza de Atabatza acababa de ser aniquilada.  

   Porque la invasi�n tendr�a lugar durante las primeras horas del d�a siguiente.

   Por desgracia, no exist�a posibilidad de que el prisionero nos mintiese, forjando una historia con el fin de desconcertarnos y poder as� evadir �l y sus compa�eros. Seg�n sus afirmaciones de �l y la conclusi�n a la que hab�amos llegado orientados por su conducta, eran ellos los m�s interesados en abandonar cuanto antes aquel "polvor�n" a punto de estallar. Y lo que era peor, tanto si �ste estallaba como si permanec�a estable, ellos saldr�an perdiendo, puesto que se trataba de cinco ilustres desertores.  

   Fieles a un plan concebido d�as antes y aprovechando la oportunidad que se les presentara horas antes, desertaron de sus filas con la intenci�n de alejarse de ese sector de la jungla que, a corto plazo, se transformar�a en un infierno. La selva era inmensa y en ella se proteger�an mientras durase la guerra. Desde luego, en sus planes no figuraba el prop�sito de entregarse al ej�rcito ecuatoriano, v�a simulacro de rendici�n voluntaria, ya que m�s de una vez hab�an escuchado hablar del t�pico salvajismo de �l, que procurar�an evitarlo a toda costa. De ah� el inmensurable susto que se llevaran cuando vinieron a caer en nuestras manos.  

   Tan s�lo Talavera (el tipo de los ojos de langosta) era militar, en la exacta acepci�n de esta palabra, mientras que los dem�s no eran m�s que campesinos reclutados, apenas tres meses atr�s, para incorporarlos a viva fuerza al ej�rcito. La �nica virtud que pose�an era la de conocer con anterioridad las acechanzas que esconde la selva en sus laberintos. Por cierto, sus servicios forzados hab�an sido de indiscutible utilidad en tanto se desarrollaba la etapa previa a la de la invasi�n. A partir de ese momento ser�an �tiles solamente como carne de ca��n. Y semejante perspectiva no les seduc�a. Consideraron que ya hab�an pagado a su Patria mucho m�s de lo que hab�an recibido de ella y optaron por auto licenciarse.  

   Nos encontr�bamos rodeados por el enemigo y, por a�adidura, sobre un campo minado de donde resultaba dif�cil retirarnos. A Talavera le parec�a realmente incre�ble que hubi�semos podido llegar hasta all� sin que fu�ramos interceptados por las patrullas peruanas que se mov�an constantemente y tomaban nuevas posiciones cada vez m�s al interior, ni que llegasen a detenernos las minas colocadas profusamente en los sitios por donde, probablemente, hab�amos transitado.

   De aquella "siembra" mort�fera, dijo Talavera, no se hab�an librado ni siquiera la capilla de "El Soldado" y los puntos de acceso a ella. Al conocer Martillo este �ltimo dato, dej�ndose llevar por una furia ciega, se dispuso a caer a culatazos sobre los prisioneros. A duras penas pude contenerle, y entonces se content� con llamarles infieles y vaticin� que no tardar�an en ser castigados con severidad por "El Soldado". Este incidente dio pie a Uribe, que aun en los momentos �lgidos no perd�a el buen humor, para comentar que, tan pronto como pusiese a buen recaudo a los infiltrados, regresar�a a la capilla para fusilar personalmente a "El Soldado", ya que la colaboraci�n de �ste con el enemigo era evidente. Y como se pod�a prever, la violenta reacci�n de Martillo no se hizo esperar: le acribill� al cabo con asesinas miradas.  

   En vista de la dificultad que ten�amos para alejarnos prontamente de all�, el cabo se decidi� a usar el radiotransmisor con la esperanza de poder alertar a nuestra base de la situaci�n que atravesaba Atabatza. Sin embargo, hubo de renunciarlo luego de infructuosos intentos. Una rara interferencia, emitida sin duda desde una base enemiga instalada en las inmediaciones, cubr�a todos los canales, impidiendo la transmisi�n y recepci�n. La soluci�n ser�a apartarnos de su �rea de influencia. Pero �c�mo conseguirlo encontr�ndonos cogidos en aquel cepo mortal?

   No obstante, sirvi�ndonos de la circunstancial gu�a de Talavera y sus compa�eros, que conoc�an con exactitud los campos libres de minas y de vigilancia, no resultaba demasiada aventurada la esperanza de poder escapar. Adem�s, aparte de los prisioneros, nadie conoc�a de nuestra presencia all�. Por tanto, la posibilidad de una emboscada era m�nima.  

   Llenos de optimismo emprendimos la marcha precedidos siempre por los desertores, que se desplazaban con absoluta seguridad por donde conoc�an a ciencia cierta que no corr�an el menor riesgo. Naturalmente que tambi�n a ellos les interesaba alejarse de ah� con la piel intacta. Al no tener ideales que defender ni deudas que saldar, consideraban su permanencia en aquel inh�spito y remoto lugar como en un campo de concentraci�n del cual estaban obligados a fugarse en resguardo de su leg�tima seguridad. De ah� que nuestra intervenci�n en nada perjudicaba sus planes de fuga. M�s bien les favorec�a, ya que el Estado ecuatoriano les proteger�a. 

   Con facilidad hab�amos dejado atr�s el valle de Atabatza, sintiendo en cada paso que d�bamos renacer la esperanza. Transponer la loma que se interpon�a entre nosotros y la planicie de Danta no ofrec�a mayores dificultades. Una vez all�, la cobertura electromagn�tica habr�a quedado atr�s y podr�amos entonces utilizar, sin peligro, nuestro transmisor de radio para alertar a la brigada.

   Todo contribu�a a cimentar el optimismo en el esp�ritu. La ma�ana se tornaba hermosa. El magn�nimo sol, de �ureos destellos, se filtraba a trav�s del follaje, dot�ndole al verde de las plantas de brillantes matices. Un p�jaro carpintero, aferrado a un tronco, telegrafiaba con insistencia. Y hasta una bandada de bulliciosos loros dejaron sentir su presencia no lejos de nosotros. La m�sica de la floresta empezaba a dejar o�r sus agradables notas.

 

    

*   *   *

   El ascenso de la ladera no result� en modo alguno placentero ni r�pido. La necesidad de encontrar tr�nsitos seguros, que no estaban en terreno de f�cil acceso, obligaba con frecuencia a buscar vericuetos y a escalar barrancos que absorb�an el tiempo y diezmaban las fuerzas. Pero, a la postre, el esfuerzo invertido fue recompensado con la alegr�a de vernos sanos y salvos en la cima de la loma, donde, de acuerdo con los datos obtenidos de los desertores, se hallaban las �ltimas posiciones tomadas por los invasores.

   Aqu�l sitio era indudablemente el m�s peligroso de todo el recorrido, porque estaba all� la mayor concentraci�n de tropas, atentas al menor indicio de presencia de sus rivales ecuatorianas. Con todo, tal cosa no nos causaba demasiada inquietud. Pues, si se ten�a en cuenta que, en la madrugada de ese propio d�a, camino de Atabatza, hab�amos atravesado ya por alg�n punto de ese mismo sector sin que nadie lo notase. Ahora, gracias a la oportuna gu�a de los desertores, se reduc�a la posibilidad de que ocurriesen contratiempos.

   Pese al cansancio, ninguno pens� en tomar un instante de reposo. La tarde apenas promediaba y el azul del cielo promet�a buen tiempo. Dos excelentes circunstancias para poder desplazarse con relativa facilidad por los laberintos del bosque. La suerte parec�a contribuir al logro de aquella carrera contrarreloj.  

   El paradis�aco valle de Danta, tendido al sol y arrullado por las susurrantes aguas de varios r�os que bordaban sobre �l complicados arabescos, se desplegaba en todo su esplendor ante nuestros ojos. Lo alcanzar�amos con s�lo descender la loma.  

   Los peruanos, encabezados por Talavera, nos preced�an, como no pod�a ser de manera diferente. Al empezar el descenso, �ste aminor� el paso para que le alcanz�ramos y poder decirnos que en adelante la v�a estaba "limpia". Luego, con la confianza de que el peligro ha sido superado, aceler� el paso. Y fue entonces cuando la tierra estall� bajo sus pies con la furia de un volc�n en erupci�n.

   No hace falta decir que el infeliz sure�o se hab�a equivocado y que aquello le indujo a descartar la precauci�n, llev�ndole a colocar los pies donde no deb�a.

   La explosi�n pulveriz� virtualmente a Talavera, no quedando de �l sino una viscosa y sanguinolenta pasta impregnada a los desgarrados y temblorosos tronos de los �rboles cercanos, que parec�an horrorizados de la cat�strofe que tambi�n ellos acababan de sufrir. La muerte jam�s hab�a cumplido su macabra tarea con mayor celeridad y menor piedad que en esta ocasi�n.

   Sin observar el m�nimo cuidado, los prisioneros hab�an caminado demasiado juntos, formando entre s� un grupo compacto. Fue ese el error para que tambi�n otros dos desventurados volaran convertidos en fragmentos y otro m�s fuese alcanzado en las piernas por la metralla. S�lo uno de ellos, a pesar de estar m�s cerca de Talavera, el momento en que la mina fue activada, sali� ileso de milagro. Al igual que a los dem�s, se le vio elevarse por los aires propulsado por un chorro de llamas, como si se tratase de un cohete. Al retornar a tierra, estaba irreconocible debido al holl�n que le cubr�a �ntegramente. 

   En cuanto a nosotros, nadie sufri� da�o. La onda expansiva fue, afortunadamente, lo �nico que nos alcanz�, sin otro efecto que el de tumbarnos con violencia y ponernos moment�neamente sordos. Nada irremediable.  

   Al fin nos hab�an descubierto. Al escuchar el estallido, el enemigo no tardar�a en llegar para investigar lo ocurrido. Por tanto, era necesario que nos pusi�ramos en camino de inmediato, manteniendo el rumbo hacia el noroeste, de ser posible.

   No lo era.  

   Pues no s�lo ten�amos al enemigo a las espaldas, sino tambi�n al enfrente y por todas partes, cerc�ndonos como una jaur�a de lobos hambrientos. Ni siquiera hab�amos dado un solo paso, cuando el rumor de varias personas, acerc�ndose a la carrera, lleg� precisamente de la direcci�n que ten�amos en mente seguir.

   De manera que nuestros informantes no estaban al tanto de todas las operaciones llevadas a cabo por las patrullas de las cuales formaran ellos parte. Claro, eran simples labriegos, sin ninguna disposici�n a someterse a la r�gida disciplina militar y que, durante su reclutamiento, no hab�an hecho otra cosa que a�orar a su Patria chica. En esas circunstancias, la oficialidad jam�s les habr�a concedido la menor confianza en prevenci�n de una posible defecci�n. En consecuencia, sus ocupaciones habr�an estado restringidas a la cocina y no a la actividad castrense. Era l�gico.  

   Nos movimos para tomar posiciones, situ�ndonos detr�s de unos �rboles derribados por la tremenda explosi�n. La espera fue corta. M�s exactamente, no hubo espera, puesto que apenas tuvimos el tiempo justo para ocultarnos cuando aparecieron tres soldados, cada uno de ellos con su respectiva arma preparada para ser usada en cualquier momento, pero sin tomar otra precauci�n. Por lo visto, estaban tan seguros de que nada les amenazaba. A quien lo hab�a activado la mina, le supon�an a esas horas tan muerto como su ilustre compatriota don Ricardo Palma.  

   Llegando a la carrera hasta el lugar donde se produjo la explosi�n, se pusieron a observar complacidos la magnitud del efecto que aquella mort�fera arma hab�a producido. Miraron, sin llegar a conmoverse, los a�n tr�mulos �rboles astillados y salpicados de sangre, extendi�ndose por su superficie como una capa de pintura roja y fresca, o cayendo de ellos en forma de gelatinosas gotas. Midieron visualmente la extensi�n del �rea destrozada y removieron con los pies, en algunos sitios, los maderos a�n humeantes y los miembros humanos esparcidos por el suelo, confundidos con las hojas desprendidas y listos a convertirse en polvo, en el elemento del cual proven�an.

   Mientras iban de un lado para otro, examinando el suelo, escucharon los apagados gemidos de aquel infeliz que hab�a sido destrozado las piernas. Su lastimera voz proven�a de entre unos matorrales, donde fuera a caer impelido por la onda expansiva. Avanzaron hasta all� y de inmediato le descubrieron. El herido debi� estar totalmente desfigurado, ya que no pudieron reconocer en �l a uno de sus compa�eros.  

   ��Ah! Maldito �mono�, que tengas buen viaje al infierno �se le oy� decir a uno de los reci�n llegados, dirigi�ndose al herido, seguro de que ten�a frente a su arma un soldado ecuatoriano.  

   Y de pronto se oy� ladrar repetidas veces los fusiles. Sus furibundas voces perforaron el silencio para galopar por los cuatro puntos cardinales, pregonando que la muerte se hab�a proclamado reina y se�ora de aquel lugar. Ahora mismo recib�a ella su tributo en sangre de la v�ctima propiciatoria, derramada p�rfidamente por mano fratricida.  

   El �nico superviviente de los pr�fugos, que tambi�n se hallaba oculto junto a nosotros, atemorizado por el salvajismo de sus ex compa�eros, se dej� invadir por el p�nico y, antes de que pudi�semos impedir, emprendi� veloz carrera en direcci�n de Danta, desapareciendo entre los �rboles en breves segundos. El rumor de la carrera atrajo la atenci�n de los desalmados, que, entre risas, comentaban el lamentable estado en que hab�a quedado su v�ctima luego de haber sido acribillada a tiros. No acusaron alarma, imaginando tal vez la proximidad de alguno de sus compa�eros. Pero en cuanto notaron que el ruido en vez de acercarse se alejaba, no pensaron sino en la persecuci�n del fugitivo. Empezaron a mover los pies con celeridad. En pocos segundos habr�an desaparecido tragados por el bosque. De eso no hab�a duda.  

   Fue entonces cuando Uribe les par� en seco, sorprendi�ndoles con su profunda voz.

   ��Eh!... Gallinas �les dijo despectivo�. �Ad�nde piensan volar con tanta prisa? Los gallos estamos aqu� �y les roci� con una r�faga de su M-16, abati�ndolos a todos.

   No pod�a fallar a la corta distancia de cuarenta metros, que era la que nos separaba del objetivo. Un blanco demasiado f�cil para un experto tirador como mi cabo Uribe.

   Ni Martillo ni yo tuvimos oportunidad de disparar un solo tiro. A �l le impidi� la posici�n que, debido al movimiento del objetivo, se le present� desfavorable a �ltimo instante. Mas mi caso era diferente. Les ten�a en la mira de mi arma y cuando me dispon�a a apretar el gatillo, ya no hac�a falta. Todo estaba consumado.

   Nos movimos con cuidado hacia el norte, siguiendo el lomo de la elevaci�n, que se situaba al oeste del valle de Atabatza y diagonal a la Cordillera del C�ndor. Recorrerla nos desviaba mucho de la direcci�n que hab�amos seguido poco antes. Pero de momento no ten�amos alternativa. De ser posible, la rectificar�amos m�s adelante, poniendo rumbo hacia Danta. 

   El suelo presentaba huellas humanas frescas. Daba la impresi�n de que apenas un rato antes hubiese pasado por all� un nutrido grupo de personas. Aquello indicaba que el lugar era frecuentado por patrullas enemigas y que en cualquier momento pod�amos encontrarnos con ellas. Pero tambi�n significaba que se hallaba limpio de minas. Pues no iban a ponerlas en su propio camino. Era una conclusi�n de elemental l�gica.

   Volvimos a intentar comunicarnos con la brigada pero tampoco esta vez tuvimos suerte. El manto de interferencia electromagn�tica era ah�, por decirlo as�, m�s espeso que en otra parte. La base de operaciones enemiga deb�a estar muy cerca. La �nica esperanza era romper el cerco y alejarnos. Quiz� la suerte se pusiera en favor nuestro. Bien mirado, era imposible de creer que toda la extensa ladera, por la cual deb�amos descender, estuviese vigilada o minada. Pues, siempre quedar�a en ella alg�n resquicio libre que s�lo hac�a falta encontrarlo.

   Antes de efectuar esa especie de ruleta rusa, nos sentamos sobre un tronco tendido para satisfacer el hambre con la raci�n de at�n y galleta que constitu�a nuestra dieta cuando recorr�amos la selva. Llev�bamos muchas horas sin probar bocado y el hambre empezaba hacer estragos. Sin embargo, dos circunstancias impidieron que pudi�semos disfrutar de nuestro frugal almuerzo.

   Primera. Una explosi�n, que la calculamos a un kil�metro y medio al suroeste, volvi� a quebrar el umbr�o silencio del bosque con su grito de muerte. Con seguridad, el desertor acababa de cumplir su cita con el destino al pisar una mina antipersonal. Segunda. A Martillo le pareci� de pronto ver que un matorral, situado a una treintena de metros de distancia frente a nosotros, se agitaba mientras sus vecinos inmediatos permanec�an quietos. Concentr� toda su atenci�n sobre ese punto y se alarm� al comprobar que no se trataba de una ilusi�n �ptica. El matorral se mov�a de un modo raro como no podr�a hacerlo el viento. Adem�s, no hab�a viento. Tampoco se lo pod�a atribuir a una fiera, puesto que su actitud ante nuestra presencia habr�a sido la de procurar pasar inadvertida. Lo que significaba que un hombre apartaba las ramas para atisbarnos sin que le pudi�semos ver. Era obvio.  

   Aquel descubrimiento nos alarm� sobremanera y, en consecuencia, actuamos sin p�rdida de tiempo.  

   Nos lanzamos con velocidad inusitada detr�s del tronco que us�bamos como asiento, en busca de protecci�n. Y esto nos salv� la vida. Varias r�fagas de tiros barrieron el sitio que una fracci�n de segundo antes lo ocup�bamos.  

   De acuerdo con la trayectoria de los disparos, deb�an ser varios los atacantes. Quiz� tres o cuatro, situados en posiciones de verdadero privilegio. Aparte del hombre que se ocultaba precariamente bajo el follaje del matorral, los dem�s se encontraban mejor parapetados. Era dif�cil para nosotros poder determinar con exactitud sus posiciones, en tanto que ellos nos ten�an perfectamente localizados. Sin embargo, hab�an perdido la oportunidad de conseguir una victoria f�cil. Pues el factor sorpresa con que contaban inicialmente, acababan de perderlo sin que hubiesen llegado a causarnos una sola baja.

   Agazapados, al abrigo del voluminoso tronco, o�amos c�mo las balas silbaban sobre las cabezas, para impactar furiosamente en los �rboles contiguos. Tambi�n las o�mos repiquetear insistentes contra el tronco que nos resguardaba, como si buscasen abrir en �l un boquete que les permitiesen llegar hasta nosotros.  

   No pod�an enga�arnos con aquella tupida lluvia de balas que iban a perderse in�tilmente. Se trataba �nicamente de una estratagema para cubrir a quienes se desplazaban en busca de mejores posiciones que les permitieran coparnos. Deb�amos prevenirnos, buscando la manera de evitar la encerrona con que pretend�an sorprendernos.

   Por la rapidez con que se produjeron los acontecimientos, no fue posible recoger las mochilas, que se hallaban en el suelo mientras com�amos. Las perdimos todas y, con ellas, valiosos Admin�culos como el transmisor, el botiqu�n y las vituallas. Pero no as� las armas, gracias a Dios.

    Obedeciendo las �rdenes del cabo, Martillo y yo, dobladas por la cintura, corrimos hasta un extremo del tronco y luego nos confundimos entre la maleza. Uribe, en cambio, apenas se mover�a de ese sitio. El plan era simple y consist�a en alejarnos hasta cierta distancia y efectuar disparos como si se tratara de un combate. Esto les har�a suponer que no est�bamos solos y, en consecuencia, tratar�an de alejarse o de acosarnos, pero se mover�an, dej�ndose ver. Entonces el cabo entrar� en acci�n, disparando seg�n lo convenido previamente: dos tiros seguidos y uno con intervalo de cuatro segundos. Esta advertencia permitir�a reconocernos y localizar nuestras respectivas posiciones.  

   Tan pronto efectuado el simulacro, dar�amos un rodeo para sorprender a los invasores entre dos fuegos. Era indispensable aniquilarlos o, al menos, desalojarlos para poder recuperar el transmisor.  

   Sin dificultad, pero sin dejar de o�r las voces de las armas enemigas, avanzamos unos doscientos metros en direcci�n norte. En ese punto dificultaba el paso una quebrada seca y poco profunda pero de dif�cil tr�nsito. Atravesarla para simular el combate m�s all� y luego volver a cruzarla para regresar en busca del cabo, supon�a un precioso tiempo del cual no se pod�a substraer la menor fracci�n. Ante esa circunstancia decidimos que ese sitio era tan bueno como cualquier otra para cumplir con nuestra consigna. Y fue en ese instante cuando distinguimos con sobresalto un grupo de cinco soldados que se acercaba al borde opuesto de la mentada depresi�n, un poco m�s al abajo de donde nos encontr�bamos.

   Llevaban el fusil en bandolera, tal vez en prevenci�n de la necesidad de ayudarse con las manos mientras salvaban la dificultad del trayecto que ten�an por delante. Exhalando autosuficiencia por todos los poros, ven�an con la loable intenci�n de facilitar la humanitaria labor de sus compatriotas, ayud�ndoles a liquidarnos en nuestra propia casa.  

    Martillo abati� a dos enemigos con los primeros disparos y tal vez hiri� a otro con los siguientes. En todo caso fueron dos hombres los que rodaron pesadamente hasta el fondo de la quebrada y uno que huy� pendiente abajo, desarmado y renqueando ostensiblemente.

   En cuanto a m�, mirar al grupo y elegir mi blanco fue una sola cosa. Lo apunt� tembloroso de emoci�n y apret� el gatillo, esperando verlo rebotar contra la pe�a, camino del infierno. Pero fall�. Quise enmendar el error y volv� a fallar a pesar de que mi objetivo permanec�a inm�vil y completamente al descubierto. Me sent�a humillado.

   Luego fue demasiado tarde para quitarme el sabor de la frustraci�n persiguiendo el fugitivo �xito. El hombre que ten�a en la mira del fusil, en espera de ser alcanzado por mi tercer disparo, helado por el terror, se limitaba tan s�lo a mirarme con sus oscuros ojos desmesuradamente abiertos. Pendiente del instante que fuese yo a oprimir el gatillo, jam�s se le habr�a pasado por la mente la idea de defenderse, no obstante que sosten�a en su mano un arma similar a la m�a. Sin duda era su primera experiencia frente al enemigo. Pero tambi�n iba a ser la �ltima. El odio que mi pecho abrigaba por los consuetudinarios invasores, me impel�a a ejercitar mi venganza de la forma m�s dr�stica. La ocasi�n de poder lavar con sangre el honor de mi Patria tantas veces mancillado, hab�a llegado finalmente.

   Apunt� hacia el pecho del soldado para realizar el disparo. Su amplia �rea favorec�a la ineficacia de mi p�sima punter�a. A un blanco tan grande como aqu�l no habr�a podido fallar ni siquiera dese�ndolo. Vamos. Pero a tan corta distancia ser�a capaz de alcanzar incluso un sitio mucho menor como, por ejemplo, la frente. �Por qu� no? Desplac� la mira del arma hacia la frente, presto a oprimir el gatillo, y en el transcurso de ese lapso pude mirar de lleno el rostro del hombre que iba a morir a mis manos. Quiz� fuera �ste hermoso en situaci�n normal, mas ahora se mostraba deformado por el p�nico. Una horripilante m�scara lo prove�a de antemano la muerte como signo incuestionable de que ya le pertenec�a. Di gracias a Dios por no encontrarme en su lugar. Y de pronto sent� una inmensa conmiseraci�n por aquel muchacho que, a su pesar, aguardaba impaciente a la muerte para desposarse con ella. Baj� lentamente el arma impotente de poder usarla. 

   Martillo, molesto por mi vacilaci�n me increp�:

   �Vamos, P�rez. �Qu� esperas? Disp�ralo antes que lo haga �l.

   �No ves que el pobre diablo est� m�s muerto que vivo v�ctima del pavor �respond� a mi compa�ero, neg�ndome a obedecerle a pesar que su mayor antig�edad le permit�a justificadamente darme �rdenes en ausencia del comandante de la patrulla�. Dispararle en las condiciones que atraviesa �l, no ser�a ni m�s ni menos que un vil asesinato. 

   Martillo volvi� a conminarme, pero me negu� a escucharle. En vez de ello, dirigi�ndome al sure�o le orden� que tirase el arma y se fuera. �ste, pese a su manifiesta postraci�n an�mica, o reponi�ndose pronto de ella, acat� de inmediato el mandato. Mientras le miraba con alivio alejarse, algo ins�lito me llam� poderosamente la atenci�n: �ten�amos otro soldado enemigo plantado frente a nosotros! La atenci�n puesta en mi objetivo me hab�a impedido verlo antes. Llevaba el arma a�n en el hombro y los brazos en alto. Por lo visto, no representaba peligro. Y antes de recibir orden alguna en tal sentido, dej� caer el arma y las cartucheras e, imitando a su compatriota, se alej� tambi�n a la carrera. 

   �Por culpa tuya han salido bien librados dos invasores �me incrimin� col�rico Martillo�. Estoy seguro que con actitudes semejantes dif�cilmente ganaremos la guerra. Debiste liquidarlos sin compasi�n. 

   �Les hab�amos desarmado moralmente �discrep�. Nada gan�bamos con arrebatarles adem�s la vida. 

   �L�stima que, a mala hora, me quedara sin cartuchos �se lament� mi colega, poniendo en claro el motivo de su pasivo comportamiento en circunstancias tan cruciales, que ya me lo hab�a extra�ado.

   �Pudimos al menos tomarlos prisioneros, �no te parece? �aduj�. 

   �Y que �bamos a ganar ech�ndonos a las espaldas semejante carga �respond�.

   Martillo admiti� con un gesto mi razonamiento y se apresur� a ir en busca de las cartucheras abandonadas por los �peruchos�. No tard� en regresar bien apertrechado. Entonces fuimos en auxilio del cabo, quien, seguro de que los disparos o�dos cumpl�an parte del ardid convenido, esperar�a que continu�semos con �l.  

   Bang bang�.bang. Los disparos efectuados por Uribe indicaban que �l se hab�a desplazado notablemente hacia el nordeste durante los �ltimos minutos. Ci��ndonos a lo acordado, intentamos ponernos detr�s de los invasores con el fin de acorralarlos. Mas aquella tarea era irrealizable. El n�mero de los enemigos era ahora mucho mayor que el del inicio del ataque. Era obvio que, al escuchar el fragor del combate, quienes se hallaban por las inmediaciones, acudiesen para reforzar el grupo de sus combatientes.  

   No obstante, disparamos algunos tiros, para crear confusi�n, y retrocedimos hasta la quebrada, casi al sitio mismo donde poco antes sorprendimos a la patrulla peruana. Desde ah�, andando con extremada precauci�n, dimos un rodeo y al fin nos unimos a Uribe. 

   ��Nada se puede hacer aqu� que no sea retroceder! �se lament� �ste tan pronto vernos� Esos �plum�feros� son demasiado numerosos para que podamos enfrentarlos s�lo los tres. Y lo peor es que hemos perdido el transmisor. No existe modo de prevenir a la brigada.

   ��Si pudi�semos provocar un incendio para llamar la atenci�n de los nuestros! �sugiri� con inteligencia Martillo.  

   ��Alguno de ustedes cuenta con algo para prender fuego? �inquiri� el cabo, aceptando la sugerencia�. En cuanto a m�, no lo tengo. Perd� mi encendedor junto con la mochila.  

   No lo ten�amos. Y siguiendo, aguas abajo, el curso de un manantial, emprendimos la marcha en direcci�n de Atabatza, sin hostilidades.

 

 

 

 

  R�o Morona, febrero 20, hora 16

   Pasamos bastante alejados de la capilla y nos dirigimos hacia un gran r�o que ba�aba el valle por su lado norte. Se trataba del Morona. �Podr�amos atravesarlo a nado? Sin bien, la tarea se perfilaba riesgosa, exist�a la posibilidad de que al menos uno de nosotros lograr�a salvarse para dar la voz de alarma. Era una hermosa y loca esperanza.  

   Alcanzamos a paso forzado la orilla del Morona, acompa�ados de un silencio sobrecogedor, ominoso, cargado de presagios turbadores. La luz vespertina ba�aba con �ureos tintes la caudalosa corriente que se deslizaba entre discretos murmullos, como si temiese estimular al adormecido miraje, aletargado por una l�gubre quietud que oprim�a su encanto tropical hasta reducirlo a la desolaci�n del desierto. 

   Y en medio de esa desolaci�n, como la materializaci�n de nuestro anhelo, a pocos pasos de nosotros, atada a un tronco, se hallaba una peque�a lancha motora esper�ndonos para ser abordada. Era uno de esos diminutos veh�culos fluviales que los invasores sol�an usar para sus incursiones, pero ahora servir�a para llevarnos m�s all� del alcance de sus balas. Era precisamente lo que nos hac�a falta.  

   Nadie se encontraba en ella ni andaba por sus alrededores. Estaba a nuestra entera disposici�n.  

   Avanzamos hacia ella, agradeciendo, cada cual a su manera, al autor de aquel milagro. Uribe lo atribu�a a la protecci�n su hada madrina mientras que Martillo admit�a la intervenci�n de "El Soldado". Mi gratitud, en cambio, era para la diosa Casualidad, que las m�s de las veces es la autora de los mayores portentos.  

   De pronto, sin que la menor se�al anunciara, una r�faga de tiros se abati� sobre nosotros. Vi con horror c�mo el cabo y Martillo ca�an mordidos por las balas. Uribe se vio arrojado a varios metros m�s all�, empujado por la bala que recibi� debajo del hombro, yendo a aterrizar boca abajo, exactamente, en el punto que el agua besaba �vidamente la playa. Pero tan pronto como tocara tierra, gir� con asombrosa agilidad sobre s� mismo y empez� a disparar hacia el sitio del cual proven�a el ataque. No daba importancia al dolor ni parec�a impresionarle el haber ca�do en la emboscada. Aquella dif�cil situaci�n la tomaba como gajes del oficio.  

   Martillo iba junto a m�, se dir�a que camin�bamos pegados codo a codo, sirvi�ndome casualmente de escudo frente a los emboscados. La certeza de poder abandonar al fin Atabatza le hacia sonre�r con infantil donaire, y de repente sinti� que una de sus piernas se envaraba, hurt�ndole el equilibrio y la facultad de mantenerse erguido. Por un breve instante luch� para evitar desplomarse. Pero la magnitud de la herida termin� haci�ndole caer. Fue a dar de costado entre unas piedras que poblaban la rivera. Tal vez lleg� a creer que todo se deb�a a un simple tropez�n, ya que de inmediato busc� recobrar su perdida verticalidad, mientras miraba confundido el suelo donde poco antes posaran sus pies. S�lo segundos despu�s consigui� enterarse de lo que realmente le hab�a ocurrido. Sin embargo, sin preocuparse de la herida se prepar� a vender cara su vida.

   Yo, a mi vez, lanz�ndome en plancha, fui a situarme en medio de mis compa�eros cuando las balas empezaron a rugir, buscando alojarse en mi cuerpo. Me hallaba a�n con la piel intacta. Pero, �hasta cu�ndo iba a durar mi buena estrella?  

   Aquel lugar, de suelo llano, sin vegetaci�n y cubierto por peque�as rocas, aptas tan s�lo para facilitar el rebote de las balas, cumpl�a con todos los requisitos de la trampa mortal m�s perfecta. Nos ten�an a su merced. Y lo estaban aprovech�ndola. No paraban de disparar desde los �rboles cercanos.  

   Las balas silueteaban nuestros cuerpos, impidiendo movernos. Sin embargo, Uribe, pese a la dificultad que constitu�a la herida, se desliz� al agua y, dej�ndose llevar por ella, para luego ir a salir un centenar de metros m�s abajo, consigui� acercarse a ellos sin ser visto y silenciarlos mediante varias granadas.  

   Al fin pod�amos apoderarnos de la lancha. Era indispensable que nos apresur�ramos antes de que tuvi�semos visita. Llevando a Martillo, sostenido por un brazo, nos acerc�bamos a la peque�a embarcaci�n, ansiosos por abordarla. Y cuando todo parec�a asunto concluido, de all�, de donde el r�o describ�a una suave curva, apareci� otra lancha, pero �sta llena de soldados, que, como un b�lido, se dirig�a hacia nosotros. Y claro est�, sus ocupantes no abrigaban muy buenas intenciones, puesto que los fusiles traduc�an con elocuencia el sentimiento de quienes los usaban. 

   Entonces, perseguidos de cerca por media docena de enemigos y cargando a cuestas con Martillo (gracias a la incre�ble fortaleza f�sica y moral del cabo, a quien no parec�a afectar en nada la lesi�n), nos dirigimos a la meseta situada enfrente de la capilla, en busca de refugio. Y con los �ltimos resplandores del d�a, en la colina que se alzaba sobre ella, encontramos, disimulado entre matorrales, un sitio a prop�sito para atrincherarnos.  

   Su hallazgo no pudo ser m�s oportuno, puesto que apenas instalarnos en �l, todos los hombres que nos persegu�an, pis�ndonos los talones, absolutamente todos, fueron aniquilados desde all� cuando su ansiedad por borrarnos de la demograf�a les puso al alcance de las granadas de Uribe. Con esta acci�n valerosa, el h�roe de Atabatza cerraba con broche de oro la misi�n que le hab�a encomendado la Patria: defenderla de la codicia expansionista de su enemigo tradicional, castig�ndolas severamente a sus huestes invasoras.

   El h�roe, minado por la acci�n devastadora de la hemorragia, que con cada gota de sangre derramada escapaba otra de vida, se prepar� para desposarse con la muerte. Y �sta lleg� para tomar parte en tan solemne ceremonia, como suelen proceder todas las novias, precedida de una dilatada y penosa espera.  

   El refugio improvisado era una gruta, de entrada angosta y orientada hacia el noroeste, abierta por la naturaleza al pie de un risco. Era amplia y profunda, con una trayectoria que iba en sentido horizontal y en l�nea recta. Por el frescor y el aire puro que circulaba all�, se adivinaba que contaba con una o m�s galer�as conectadas a la superficie. Se ubicada a una veintena de pasos sobre el nivel de la meseta, conectada por una ladera de similar cobertura vegetal a la observada en la mayor parte de ese sector, compuesta de una rara especie de chaparral.

   Esta particularidad suger�a la presencia aqu� de un asentamiento humano en a�os no demasiado lejanos. Tal vez los shuaras o achuaras cultivaron por un tiempo esta tierra y la abandonaron luego.

   Aquella noche mis compa�eros, debilitados por las heridas sufridas en combate y por el cansancio ocasionado por los agitados sucesos del d�a, fueron sorprendidos por el sue�o en cuanto encontraron sito para tumbarse. Tampoco yo fui la excepci�n. Al amparo y la seguridad brindados por la gruta, llev�bamos durmiendo cerca de catorce horas cuando nos despert� el bombardeo que estaba siendo perpetrado sobre nuestro refugio. Fue un despertar brusco y aterrador. Pero, milagrosamente, salimos de �l sin otro da�o del que provoca un tremendo susto.

   Con seguridad la aviaci�n peruana hab�a sido alertada por las patrullas de avanzada que vieron o escucharon los estallidos de las granadas lanzadas por Uribe contra sus compatriotas. El lugar del incidente no pod�a ser de m�s f�cil localizaci�n para el piloto encargado de la operaci�n: el mont�culo que se alzaba sobre la meseta de Atabatza, situado precisamente enfrente de la capilla de �El Soldado�. Y con la seguridad de que hab�amos hecho fuerte ah�, quisieron obsequiarnos con un caluroso buenos d�as. 

 

 

 

Refugio de Atabatza, febrero 21, hora 13

   Cerr� los ojos al h�roe y lo cubr� el rostro con su propio casco. La dolencia de su partida me sumi� en un estado de profunda consternaci�n que me hizo perder la noci�n del tiempo y aun olvidarme de la situaci�n actual. Hubiese querido orar o pronunciar unas palabras en su honor, pero mi mente no consegu�a elaborar nada digno de �l. Imposible saber cu�nto tiempo permanec� a su lado, mir�ndole desolado. Y s�lo el estridente zumbido producido por un avi�n, al surcar el cielo muy cerca del refugio, me devolvi� a la realidad.

   Impelido por la esperanza de que esta vez se tratara de una nave ecuatoriana de observaci�n, acud� a la puerta del refugio para otear el cielo desde all�. Pero lo que pude descubrir me paraliz�. Era un "Mig" que, procedente del sureste, avanzaba en vuelo rasante sobre Atabatza. El temor de un nuevo bombardeo sobre el refugio me aterroriz�.

   Seg�n informes (que el enemigo hab�a tenido buen cuidado de propalarlos y que mis compatriotas, ingenuos y cr�dulos, no hab�an tenido reparo en aceptarlos textualmente), las bombas menos nocivas, con las que contaba el usurpador, eran las de "ramillete". Arma de efecto devastador que, junto a ella, las bombas convencionales no parec�an sino pompas de jab�n.  

   El avi�n, cuando se hallaba muy cerca del refugio, describi� un arco hacia el norte y, para mi sorpresa, dej� caer varias bombas explosivas de poca potencia, muy cerca del sitio donde el d�a anterior nos tendieran la emboscada. Era obvio que todav�a la supon�an sospechosa esa �rea. Tambi�n fueron bombardeados varios sitios de la ladera oriental de la loma, que separaba el valle de Atabatza del de Danta, y cerca de la capilla. Sin duda, los enfrentamientos que tuvieron lugar durante el d�a anterior, en diferentes puntos, les hab�a hecho pensar que el n�mero de efectivos ecuatorianos era mayor del que respond�a a la realidad. Los imaginaban repartidos estrat�gicamente en la zona.

    El bombardero, tan pronto hubo cumplido con su misi�n, regres� a su lugar de procedencia con la misma velocidad y altura utilizadas que cuando apareci�. A su tripulaci�n, con gran alivio para m�, en esta ocasi�n ya no le interesaron los objetivos poco antes atacados. Ten�an sin duda la seguridad de que los combatientes que hab�an tomado parte en la acci�n que perecieran varios de sus hombres, estar�an a esas horas haci�ndoles compa��a en el hades. Mas nunca se habr�an imaginado en la existencia de una gruta aqu� y que sus acosados pudiesen refugiarse en ella.

   Volv� al interior y fui en busca de Martillo con el fin de averiguar la evoluci�n de la infecci�n de su herida. Entonces descubr� con sorpresa que �l hab�a cambiado de lugar. �Se hallaba ahora junto al cad�ver del cabo, o sea, muy alejado del sitio que hab�a permanecido desde nuestra instalaci�n en el refugio!   Sentado, con las piernas extendidas sobre el suelo y la espalda apoyada en la pared, contemplaba con serena melancol�a el inerte cuerpo de Uribe. Daba la impresi�n de experimentar un milagroso proceso de recuperaci�n. Mir� la herida y me pareci� tan fea como antes, aunque la hinchaz�n parec�a haber disminuido. Era eso al menos lo que cre� ver. Pero lo que me llam� m�s la atenci�n fue que la fiebre hab�a desaparecido. �No pod�a yo creerlo!  

   �Ay�deme a llegar hasta la puerta de la gruta �dijo con decisi�n al tiempo que, apoy�ndose en el muro, trataba de incorporarse. Lo cre� tal cosa una locura, pero la superioridad que le otorgaba su mayor antig�edad me comprometi� a obedecerle sin objeci�n. Una vez que se sit�o en la entrada de la gruta, ayudado por m�, dej� vagar su intensa mirada por la lindante meseta, esmaltada de verde esperanza y de sol, que un poco m�s all� se interrump�a bruscamente cortada por un profundo barranco.  

   Este sector de la planicie, inmerso en una farragosa tranquilidad, se hallaba a todas luces desierto, abandonado transitoriamente por quienes lo hab�an habitado ilegalmente los �ltimos dos meses. Los bombardeos efectuados la mayor�a de las veces sobre objetivos seleccionados al azar y guiados s�lo por la intuici�n, significaban que los tripulantes del "Mig" no tem�an que sus compatriotas pudiesen resultar afectados ni siquiera casualmente, ya que los cre�an fuera de all�. 

   �Seg�n el modo que usted me mira �exclam� Martillo, dejando de mirar el paisaje para fijarse en m�, parece que mi repentina recuperaci�n le causa asombro, �no es cierto? Pues en eso tiene plena raz�n. Es m�s, tambi�n a m� me sucede lo mismo. Se lo confieso sin reservas. Sin embargo, me asiste la creencia de que se trata de un milagro de Dios, en quien jam�s he perdido la fe. Y gracias a �l podr� ayudarle a usted detener a los invasores que se aprestan a retomar Atabatza. En cuanto asomen sus narices por aqu� ver�n lo es que luchar de frente con verdaderos soldados. Porque ellos intentar�n pasar por aqu�, no lo dude. No existe dentro de un amplio per�metro otro paso mejor que �ste. Desde luego, podr�an tambi�n utilizar uno de los r�os, pero no lo har�n. Los presumir�n estrechamente vigilados a partir del instante que se produjo la emboscada. Por tanto, no tardar�n ellos en llegar ac�, se lo aseguro.

   Cre� que Martillo se hab�a vuelto definitivamente loco. �Qu� podr�a hacer yo para detener aquella arrolladora fuerza b�lica? Si bien yo no era un cobarde y, en el caso de poseer mil vidas, las habr�a ofrendado gustoso a la Patria, no era m�s que un hombre com�n. Adem�s, con la desventaja de ser un p�simo tirador. �Tal vez la inveterada man�a de propalar a los cuatro vientos su pretendido parentesco con cierta santa que llevaba su mismo apellido, le hab�a terminado por desquiciarle, haci�ndole ver que los milagros estaban a la orden del d�a y al alcance de su mano?  

   Pero Martillo no estaba loco. Una vez que expuso sus argumentos, analizando meticulosamente la situaci�n, hube de llegar a la conclusi�n de que su capacidad de discernimiento no pod�a ser m�s brillante y por cierto digna de ser tomada en cuenta. La profundidad de sus an�lisis sac� a flote m�ltiples detalles trascendentales que para m� hab�an subsistido ocultos o hab�an carecido de importancia. Y luego de escuchar su reflexi�n, empec� a mirar las cosas desde otro �ngulo.  

   �Colega �expres� el soldado con persuasi�n�, este lugar, tal como lo dec�a el cabo, constituye un muro de contenci�n a las acometidas del invasor. El haberlo perdido le significa un duro rev�s. Los supervivientes de las escaramuzas, imagin�ndose en peligro de ser copados, vagar�n dispersos por la jungla hasta conseguir reagruparse para luego intentar recuperar sus anteriores posiciones. Es una posibilidad. Otra es la de que todos, de com�n acuerdo, caminaran a marchas forzadas hasta el puesto militar m�s cercano. Y una vez reorganizados y reforzados con personal fresco, intentasen caer sobre Atabatza. Por cierto, en ambos casos no se fijar�n en p�rdidas humanas ni escatimar�n esfuerzos para intentar establecer aqu� una cabeza de puente que permitir�a el paso del grueso de sus fuerzas. Es f�cil de suponer que el enemigo, tras el tiempo que lleva aqu�, conoce perfectamente que esta zona no cuenta sino con un piquete ecuatoriano, susceptible de ser aniquilado. Pero no conoce el n�mero de efectivos que lo compone ni c�mo ni cu�ndo pudo llegar ac�. Aunque, atando cabos, deducir� (erradamente, claro) que unos pocos soldados ecuatorianos no ser�an capaces de haber provocado tantas bajas en sus filas, a pesar de que no es la primera vez que esto le sucede. Es probable que llegase a esta conclusi�n. De ah� su inmediata reacci�n desatada con el bombardeo. Y bien, esto nos permite conocer con exactitud el pr�ximo paso que se prepara a dar. Puesto que las bombas no eran para apoyar a sus patrullas de avanzada, porque desde horas antes ninguna hay aqu�, con ellas s�lo buscaban eliminar del �rea una posible resistencia que estorbase el ingreso masivo de sus huestes, quiz� aerotransportadas, ya que el tiempo le apremia.

   Procur� equilibrar mejor el peso del cuerpo sobre su pierna sana, para poder mantenerse recostado sobre el poyo que pose�a la entrada de la gruta. Era obvio que le parec�a aqu�l sitio apropiado para permanecer all� en espera de lo que, seg�n su presentimiento, iba a suceder. Y mientras continuaba acariciando con la mirada la llanura, a�adi�:  

   �Al enemigo le urge expandir la invasi�n desde este lugar hacia el interior, con el fin de presentar el nuevo territorio invadido como de su absoluto dominio ante los �Pa�ses Garantes�, que no pondr�n reparo en otorgar la raz�n a sus alegatos. Es la t�ctica que ha venido utilizando siempre con inmejorables consecuencias. S�lo que en esta ocasi�n ha sido descubierto antes de que pudiese convertir en realidad sus mal�volos planes y, en su lugar, habr� de huir vergonzosamente derrotado, porque jam�s ha contado con el valor suficiente para luchar frontalmente. Por lo dem�s, el bombardeo debe haber sido detectado por alguna patrulla de las nuestras, que habr�n alertado ya a la aviaci�n. Por tanto, P�rez, es indispensable detener al enemigo para impedir que se haga fuerte en las lomas que circundan este valle.

   Y precisamente en ese instante fue cuando divisamos, casi sin sorpresa, un piquete de siete hombres, caminando presurosos a campo cubierto, por una franja de hierba baja. Proced�an del este e iban en direcci�n del valle. Avanzaban por el costado sur de la meseta, a solo unos doscientos metros del refugio, lo que significaba que, con cada paso que daban, se pon�an cada vez m�s cerca de nuestras armas. Iban en fila india y demasiado juntos. Parec�an seguros de la soledad del paraje.  

   La planicie era amplia en ese sitio. Muy bien pudieron haber tomado el lado norte, bordeando el farall�n del r�o Morona, donde el chaparro era m�s tupido, y el tratar de cortar su avance se nos hubiese puesto dif�cil. Pero la fatalidad les hab�a se�alado el camino equivocado.

   �Sit�ese detr�s de esos matorrales �dijo Martillo, indic�ndome unas frondosas matas ubicadas a unos cuarenta pasos de la gruta y algo adentro de la llanura� y dispare s�lo cuando yo lo haya iniciado.

   Coloqu� en sus manos fusil y cartucheras y fui a cumplir la orden recibida. La patrulla avanzaba a paso acelerado y apenas me permiti� ponerme en posici�n de ataque antes de tenerla casi sobre de m�. Y de pronto surgieron dos disparos procedentes de la gruta. El espect�culo presentado por los dos sujetos que fueron alcanzados por las primeras balas disparadas, fue algo grotesco. Danzaron por un instante sobre la hierba y luego fueron a caer uno encima del otro, quedando cruzados e inm�viles.  

   Sobrevino un instante de total silencio. Los cinco hombres que a�n permanec�an vivos, miraban estupefactos a los hombres repentinamente abatidos. Dos cad�veres como resultado de s�lo dos tiros. Un suceso fuera de lo com�n si se ha de dar cr�dito a las estad�sticas que aseguran que por cada treinta y seis mil tiros disparados en un combate s�lo uno de ellos consigue dar en el blanco. 

   Martillo era realmente un as en lo que al ejercicio del tiro se refiere. Ya el d�a anterior, en el incidente de la quebrada, lo hab�a demostrado claramente. 

   �No puedo esperar m�s para disparar! Aprieto el gatillo una, dos, tres veces..., casi sin darme cuenta que en cada bala que sale de mi arma cabalga la muerte. La primera de ellas, golpea el pecho de un sujeto a quien creo haberle visto antes. El impacto le empuja varios metros hacia atr�s y luego le hace caer de espaldas, con los ojos fijos en el azul del cielo. Parece a�n asombrado de lo que acaba de sucederle. Tambi�n los proyectiles siguientes dan en el blanco con mortal resultado. A esa distancia no pod�a haber fallado ni siquiera en la oscuridad. Pero la impresi�n producida por el primer hombre abatido por mi mano, me impide evaluar de inmediato su efecto. Tan s�lo los veo tambalearse como ebrios y derrumbarse luego.

   Entonces me doy cuenta de que, de los siete militares que llegaron, quedan posiblemente apenas dos con vida. Pero no los veo por ning�n lado. Pienso que, en la confusi�n que produjo el tiroteo, han logrado alcanzar unos matorrales situados a varios pasos a mi izquierda. Cambio de posici�n, manteni�ndome siempre agazapado, con el fin de no dejarme sorprender. Y de pronto, miro que alguien, a s�lo dos metros de distancia y oculto debajo de los mismos matorrales que me esconden, me apunta desde el suelo con su fusil. Le miro sorprendido, sin poder hacer otra cosa que esperar el disparo. Y es cuando descubro en �l a uno los sujetos que el d�a anterior, en la cortada, les permiti�ramos ir sin otra herida que en su amor propio. Ahora nos volv�amos a ver.

     Tenso, curva el dedo sobre el gatillo, y es entonces cuando tambi�n �l logra reconocerme. Arruga rencorosamente los ojos, pensando s�lo en lavar con mi sangre la afrenta recibida el d�a pasado, aunque, debido al terror que le hab�a invadido entonces, el panorama de aquellos sucesos lo tiene confuso. Y es aquello lo que me salva. Su mente, en vez de concentrarse en lo que debe consumar instant�neamente se distrae en ordenar los recuerdos que, aun en la crueldad de la guerra, calan muy hondo en el alma.  

   Voy a lanzarme de costado mientras levanto en su direcci�n el ca��n de mi arma, pero �l sonr�e adivinando mi pensamiento y, sin conceder importancia a mi mala intenci�n, dice:  

   ��Mono�, ayer por m�, hoy por ti. Favor por favor. Deja caer el arma y l�rgate. Pero tenlo presente que la deuda queda saldada.

   Dejo caer el fusil y empiezo a retroceder con los brazos en alto, sintiendo que vuelvo a nacer, que sigo vivo gracias a la bondad de mi enemigo. Quiero preguntarle su nombre pero la lengua me pesa como una enorme piedra y no puedo articular palabra. No siento temor ni verg�enza, pero contin�o retrocediendo con lentitud, pensando en las cosas extra�as que est� sembrado el camino de la vida. Y pienso que tambi�n es extra�o lo que ese momento se cruza por la mente.

   Contin�o caminando de espaldas y llego a terreno despejado. Martillo logra verme y nota con inquietud mi raro comportamiento. Sabe lo que est� ocurri�ndome y no vacila en intervenir. Dispara una r�faga contra el matorral que poco antes me ocultara. Agito una mano para advertirle que debe cesar el tiroteo. Pero �l entiende lo contrario y redobla los disparos. Entonces me lanzo hacia un cr�ter abierto por una bomba y desde all� espero ver el desenlace de los acontecimientos.

   Escucho replicar a los disparos de Martillo. Es tan s�lo uno el que ha puesto a ladrar su fusil, desde otro cr�ter de reciente formaci�n y que se sit�a a doscientos metros al norte. Es otro de los supervivientes y trata de ayudar a su compa�ero. Temo por la vida de mi enemigo que ha demostrado, para sorpresa y beneficio m�os, sentimientos de gratitud y generosidad. Imagino que puede estar herido, tal vez muerto, de la manera que �l no quiso obrar conmigo. Pero, para mi satisfacci�n, no ha sufrido da�o. Ahora, procurando mantenerse oculto por unos arbustos, se aleja veloz en direcci�n de su paisano. Est� a salvo. Estamos en paz por ahora, claro. Pero tal vez luego, cuando uno de los dos est� en la mira del fusil del otro, nada podr� salvarlo.

   Ya sin demasiado peligro, regreso al matorral y recupero mi arma y tambi�n echo un vistazo a los ca�dos. Miro con atenci�n al hombre que me hab�a parecido conocido y reconozco en �l al otro soldado que le perdon�ramos la vida.

    Me acerco a los cad�veres y busco en sus mochilas. Sin el m�nimo remordimiento, me apodero de las vituallas y me dirijo a la gruta, contento de poder probar bocado luego de un ayuno prolongado. El corto camino de retorno (�es curioso que no lo haya notado antes!) es imposible de poder recorrerlo sin que el est�mago pugnase por echarse fuera. Por todas partes hay restos humanos, pudri�ndose en aquel calor infernal y volviendo el aire imposible de respirar. Son fragmentos de los cuerpos de quienes nos persegu�an la tarde de ayer, destrozados por las granadas de Uribe.

 

 

*   *   *

   Martillo almorz� sin mucho apetito, pero a m� me fue imposible ingerir un s�lo bocado. El olor de la muerte, que ahora se extend�a por todas partes con caracter�sticas de calamidad, hostigaba el olfato, mareaba y estrangulaba el alma.

   En la vida he atravesado por situaciones dif�ciles, sensaciones ciertamente dolorosas, pero ninguna como la actual.  

   Para borrar de la vista una imagen desagradable, basta con s�lo mirar a otro lugar o, a lo sumo, con cerrar los ojos. Y el problema desaparece. Se puede librarse del ruido estridente con la simple medida de taponar los o�dos; evitar el sabor amargo, sencillamente con dejar de degustar aquello que lo produce, y conjurar el peligro de ofender la sensibilidad del tacto, con el remedio de la precauci�n. Pero nada puede evitar que el olor penetre en tu ser, porque lo est� en el aire que respiras. Y el aire tiene la Admirable propiedad de filtrarse hasta los sitios m�s rec�nditos. Adem�s, �c�mo impedir su ingreso en uno, siendo indispensable respirar para poder vivir? Por esta raz�n y por muchas otras, la peor de las torturas para el ser humano se presenta cuando su �mbito ha sido impregnado de pestilencia. Sin embargo, en teor�a, existe un medio sencillo para poder evitarlo. Pero, �c�mo? Basta con s�lo huir del foco de contaminaci�n o, al menos, de sus inmediaciones.  

   No obstante, en circunstancias especiales, esta medida no es factible adoptarla. Y nosotros no pod�amos apelar a semejante soluci�n por la simple raz�n de que nuestro deber era ni m�s ni menos que el de permanecer all� mientras imperase aquella situaci�n excepcional.

   �Es necesario darles la impresi�n de que no estamos solos �dijo Martillo, mirando el lugar donde se hab�an refugiado los �peruchos��. Debe usted llegar sin ser visto hasta el borde de la meseta, donde empieza la pendiente que se descuelga hasta el valle, y desde all� efectuar disparos, procurando cambiar constantemente de sitio. Es necesario hacerles creer a los invasores que el avance en direcci�n del valle, est� bloqueado por un respetable n�mero de efectivos. 

   �Pero ellos no son m�s que dos y, adem�s, los tenemos localizados. No podr�n ir a ning�n lado mientras los tengamos vigilados �aduje, respirando con dificultad la atm�sfera viciada que nos cobijaba.

   �Pero pronto ser�n m�s de dos. Ser�n quiz� veinte. Tal vez m�s. Y debemos cerrarles el paso �reflexion� Martillo, dejando o�r su voz deformada por tener la nariz firmemente sellada con su pa�uelo.

    ��Lo conseguiremos?

   ��T�ngalo por seguro que no suceder� de otra manera! �afirm� con proverbial convicci�n. La seguridad con que expres� iba m�s all� de la ansiada esperanza, m�s lejos de la bella ilusi�n. Ten�a la fuerza y la firmeza de la profec�a.  

   Gracias al impulso vital que animaban sus �ltimas palabras, pude al fin comprender con absoluta claridad el misterio de su s�bita recuperaci�n. El verle levantar de su lecho de muerte para enfrentarse al enemigo con la fiereza del le�n, me ten�a confundido y no hallaba la causa atribuible de semejante prodigio. Pues hora lo entend�a perfectamente: la m�gica medicina hab�a sido nada menos que su acendrado civismo, ese anhelo inmensurable de ser �til a la Patria, que se anida en el coraz�n del soldado de innata vocaci�n.

   Su restablecimiento era an�mico. Pod�a influir y ejercer dominio sobre la materia mientras se mantuviera encendido el fuego de esa divina locura que consist�a en ver realizado su anhelo. Pero no sobrevivir�a a la excitaci�n del triunfo ni mucho menos al sinsabor del fracaso.  

   �Le dejar� mi dotaci�n. Tal vez le pueda hacer falta m�s pertrecho �dije, por demostrar que ten�a yo absoluta confianza en �l m�s que por considerarlo necesario�. Yo tomar� de los ca�dos tanto material como pueda llevar conmigo. �Buena suerte, soldado! Nos veremos tan pronto como hayamos triunfado �a�ad�, sabiendo que el triunfo no pod�a estar m�s lejos. 

   �No podr� ser de otro modo �asegur� Martillo, mirando con esperanzada insistencia la capilla, como si esperase que de un rato a otro fuese a surgir de ella el refuerzo salvador.

   Sin convencimiento y ateni�ndome �nicamente al deber, me apart� presuroso de Martillo con la finalidad de cumplir sus �rdenes. Quiz� consigui�semos enga�ar al enemigo por alg�n tiempo y tambi�n tenerlo inmovilizado mientras siguiese representado por aquellos dos efectivos sin mayor apego a las incidencias del combate. Pero una vez que su n�mero fuese incrementado con la llegada de un nuevo contingente, entonces �c�mo �bamos a poder contenerlo? Aunque mi compa�ero se hallaba bien ubicado y mejor atrincherado, estaba sujeto a la inmovilidad y expuesto a que su fortaleza espiritual fuese minada y demolida por las dolencias f�sicas. Y en cuanto a m�, tratando constantemente de cambiar de sitio sobre un campo casi totalmente despejado, no iba a durar mucho.  

   Cargando conmigo las cartucheras y granadas que pude recogerlos y caminando siempre agachado, cubierto por los disparos de Martillo, consegu� llegar sin inconveniente al lugar previsto.  

   El lugar elegido para realizar la maniobra, constituido por una ladera de brusca pendiente que descend�a del borde de la meseta hasta el valle, iba a permitir desplazarme por un amplio espacio sin ser visto por el adversario. Y mientras lo creyera �l que ten�a por delante a una respetable fuerza defensora muy bien atrincherada, no se arriesgar�a a tratar de avanzar sin apoyo de un gran n�mero de efectivos o de la aviaci�n.  

   De momento no ten�a cerca m�s que a dos invasores medio muertos de miedo. Pero, incluso as�, era necesario adoptar medidas disuasivas. Caminando por la cima de la ladera, pero debajo del nivel de la planicie, fui al lado sur y dispar� una r�faga de tiros en direcci�n del sitio donde se ocultaban el par de "peruchos". De inmediato me dirig� hacia el lado opuesto, disparando constantemente mientras corr�a, y llegu� hasta el punto donde el barranco pon�a fin al recorrido. Abajo, a unos trescientos metros de profundidad, el Morona se arrastraba como un gigantesco reptil. Antes de ponerme a disparar desde all�, mir� con poco inter�s el r�o, m�s por desafiar al v�rtigo que me produc�a la altura que guiado por la fugitiva esperanza. Mas lo vi me puso, pr�cticamente, loco de alegr�a. �Oh, Dios m�o, est�bamos salvados!... 

   Una motonave ecuatoriana, de aquellas destinadas al patrullaje fluvial, surcaba veloz el r�o, aguas arriba. Se hallaba precisamente debajo de m�. Confiando en que me descubrieran sus ocupantes, dispar� al aire de acuerdo con la clave establecida: Bang bang�.bang. Tuve suerte y consegu� hacerme notar. Me respondieron de la misma manera, pero la nave contin�o navegando aun con mayor prisa que antes.

   Desliz�ndose por las aguas como una exhalaci�n, el peque�o veh�culo desapareci� de inmediato de la vista, ocult�ndose en una curva del r�o. Y con �l, de la misma forma que surgi�, se esfum� toda esperanza de conseguir comunicar a la superioridad lo que acontec�a en Atabatza. Con seguridad, la tripulaci�n se hallaba convencida de que aqu� no exist�a novedad y que mis disparos no ten�an otro prop�sito que el de patentizar mi atenta vigilancia. Caso contrario, se hubiesen detenido para averiguar lo que estaba sucediendo.

   Pens� que no me quedaba m�s opci�n que la de atenerme al plan trazado por Martillo, procurando cumplirlo con eficacia. Y continu� con mi ruidoso recorrido. Sin embargo, el reciente suceso me Deprimi� el �nimo y ahora empezaba a creer que nuestra patra�a no podr�a enga�ar a nadie y que m�s bien servir�a para que el enemigo, ya consolidado, extremase precauciones al acercarse. Y as� fue.

   Agazapados entre la hierba y desplegados en abanico, ven�an una veintena de efectivos dispuestos esta vez a arrollarnos. Al usurpador le urg�a tomar posesi�n del valle para presentar a la opini�n mundial como una posesi�n de antiguo dominio suyo.

   No estaban lejos. A unos trescientos metros cuando m�s. No s� c�mo pudieron acercarse tanto sin que Martillo notase su presencia. Reci�n ahora empezaba �l a tratar de prevenirme. Bang bang�.bang.

 

 

*   *   *

   Sobrepujando al persistente tableteo de los fusiles, que lastima los o�dos y tritura los nervios, resuena en la mente la voz de mi madre, habl�ndome emocionada el momento de mi partida al frente: "Hijo m�o, loado sea Dios por haberte concedido la gracia de luchar por la madre Patria, defendiendo su heredad territorial y su dignidad. �Oh!... Cuan orgullosa me siento de ti. Y lo estar� mucho m�s cuando te vea regresar del frente lleno de gloria: con el pecho cubierto de cicatrices. Entonces, hijo m�o, celebraremos juntos la victoria". El eco de sus palabras me invita a enfrentar con coraje el �ltimo combate de la jornada.

   El concepto vago de "enemigo", nombrado en singular, pierde total significaci�n para referir al conjunto de efectivos que ahora, en cada uno de sus componentes, adquiere personalidad distinta e independiente y, en consecuencia, se comportan seg�n su individual arbitrio. Los enemigos que se acercan son muchos, much�simos, y no escatiman balas. Reptando como las culebras, avanzan lentamente, pero avanzan hacia el borde oeste de la meseta, protegidos por una nutrida barrera de plomo que les mantiene irreductibles e inc�lumes a la vez. Las balas silban arriba de mi cabeza, obligando a mantenerme todo el tiempo bajo el nivel de la llanura. Pero voy y vengo de uno a otro sitio respondiendo a ciegas el fuego, en mi desesperado empe�� de continuar enga��ndoles con la ficticia existencia de varios defensores. Sin embargo, ellos enga�ados o no, act�an confiados en que su fuerza num�rica se impondr� finalmente. La distancia que nos separa es de apenas cien metros. Han superado en mucho la que existe entre Martillo y yo.  

   No s� qu� le habr� sucedido a mi compa�ero. No obstante, s� a ciencia cierta lo que va a ocurrirme en cuanto tenga a mis enemigos encima: pasar�n sobre mi cad�ver.

   Se acercan en tumulto al borde de la meseta, disparando alocadamente y a cuerpo descubierto. Se encuentran tan cerca que es posible o�r con nitidez el ruido que producen sus asquerosas botas al pisar brutalmente el suelo, �mi sagrado suelo! Siento de pronto un lacerante dolor como si pisasen los puntos m�s sensibles de mi ser. Enardecido por la furia, supero el peque�o trecho que me separa de la superficie de la llanura y, pegado a tierra, como un gusano, busco con la mirada a mis enemigos que ni siquiera notan mi presencia a pesar de tenerme cerca. �Se hallan desconcertados, mirando con la boca abierta a un estrafalario soldado que acaba de ascender a la meseta y de s�bito se lanza como un b�lido contra ellos! Su ins�lito comportamiento les aturde, les confunde. Este sujeto no utiliza el fusil; mejor dicho, si lo usa pero no del modo convencional, que es disparando con �l, sino que lo utiliza m�s bien como una maza, asi�ndolo por el ca��n. Todo golpe que da es infalible. Y cada uno de ellos descalabra a un invasor, que cae indefectiblemente, con el pavor pintado en su rostro. Con asombrosa rapidez da cuenta del grupo, de siete u ocho �peruchos�, que pretend�a ser el primero en descender la ladera. 

   Nadie tiene tiempo de reaccionar apropiadamente. Parecen haberse olvidado de las armas, que las sostienen in�tilmente sus manos. Unos se someten al castigo con indecible mansedumbre, como algo que lo ven inevitable; otros intentan evitar el ataque, empleando la misma t�ctica usada por el ins�lito luchador o vali�ndose de golpes de karate, y los dem�s no hacen otra cosa que retroceder. Pero, fuese cual fuere su actitud, todos reciben igual raci�n. 

   De pronto, varios hombres que se encuentran algo alejados act�an en solidaridad de quienes est�n sien-do vapuleados. Es as� c�mo desde diferentes puntos, con la esperanza de salvar a los que a�n quedan en pie, se dedican a disparar con exasperado ah�nco. Pero lo hacen con tan mala punter�a, que acaban con todos menos con su atacante, que ni una fracci�n de segundo se mantiene quieto ni en el mismo sitio. Esquiva las balas y las granadas con la habilidad de un torero la envestida del toro. Es �gil como una pantera y veloz como la centella.

   Su presencia me tiene confundido. No forma parte de ninguna patrulla de vigilancia terrestre o fluvial, porque de serlo no habr�a venido solo. Miro el valle, el r�o y la ladera que se arrima a la meseta, y no avisto a nadie m�s. Pero es indudable que ha llegado de direcci�n del valle, porque es imposible que viniese de otro sitio vali�ndose �nicamente de los pies. En todo caso debe ser miembro de una patrulla que avanza hacia ac� y que se ha adelantado para explorar el terreno. Sin embargo, su extra�a pero eficaz t�cnica de lucha, me desconcierta. No recuerdo haber recibido jam�s instrucci�n parecida ni haber tenido noticias de ella. 

   Lo que me seduce es su acci�n defensiva m�s que la ofensiva, que desde luego tambi�n merece admiraci�n. Porque para atacar sin ser atacado, en una lucha cuerpo a cuerpo, se requiere de la destreza de un verdadero campe�n en artes marciales y de las caudales de un gladiador. Con todo, esto no es nada ins�lito. Pero aquello de que puedas burlarte de la bala que ha elegido como su blanco tu preciosa anatom�a, bueno..., eso es otra cosa bien diferente.

   El ej�rcito es como una familia grande y s�lidamente unida y en el cual nos conocemos todos. Nada sucede en �l sin que sus miembros no se hubiesen enterado. Aun el secreto mejor guardado por la superioridad es susceptible a filtrarse hasta las esferas inferiores, al menos, como rumor. Debido a ello me intriga la t�cnica que emplea este soldado contra su oponente, la cual resulta para m� total y enteramente desconocida.

   Desde luego, tampoco me resulta conocido el soldado. No reconozco en �l a nadie que lo haya visto antes. Ninguna de sus caracter�sticas me resulta conocida. Sin embargo, hay en �l algo que indudablemente me es familiar, como sucede con las cosas que permanecen siempre cerca sin ser advertidas.

   Su sola presencia, al margen de la complacencia que experimento por sus dotes de guerrero invencible, otorga a mi esp�ritu una seguridad y una confianza tal, que me siento capaz de contener las balas enemigas con la sola ayuda de las manos.

   Es �l de elevada estatura, constituci�n atl�tica, pero no muy joven... En su enjuto y varonil rostro abundan hematomas y magulladuras, y sus manos llevan heridas a�n no cicatrizadas, lo que demuestra que a lo largo del conflicto se ha mantenido activo. Su larga y enmara�ada barba proclama adem�s que en mucho tiempo no ha sido hu�sped de la base militar. 

   Todo en �l es fuerza y vitalidad. No obstante, cuando lucha, ni en su gesto ni en su mirada trasluce la fiereza destructora. Se refleja m�s bien la satisfacci�n del cumplimiento de una prolija y delicada misi�n que le ha sido confiada ejecutarla por absoluta necesidad.  

   El campo de batalla recobra la paz por un instante y un silencio ominoso se abate sobre �l, fundi�ndose con la viciada atm�sfera que envuelve y envenena este lugar donde la muerte ha sentado sus reales.  

   Los intrusos, sorprendidos de lo que ven, dejan de atacar y retroceden sin perder tiempo en busca de posiciones m�s seguras. No tienen reparo volver las espaldas y perder lo alcanzado. Son diez o doce hombres que recurren a la agilidad de sus piernas para poder salvar lo m�s valioso que poseen: la vida. Su p�nico quiz� no proviene �nicamente de la espectacular derrota que han sufrido sus compatriotas al enfrentarse al temible soldado ecuatoriano, sino tambi�n de la posibilidad de v�rselas con otros como �l.

   Al fin abandono la inmovilidad, me levanto y voy a situarme detr�s de uno de los pocos �rboles que existen en la meseta. Se encuentra bastante adentro. Est� muy cerca del refugio. Y esta asociaci�n de ideas me hace pensar en lo que pudo haberle acaecido a Martillo, que contin�a sin dejar o�r la voz de su fusil. �Ha sucumbido acaso como consecuencia de la herida recibida ayer o de una nueva que habr�a recibido ahora? Sin embargo, dos circunstancias, sucedi�ndose una a otra, impiden seguir adelante con mi reflexi�n y en su lugar concentro toda mi atenci�n en ellas. 

   Primera. Reparo en el combatiente, que ha llegado en mi socorro �a quien le llamar� �Guerrero� mientras no conozca su nombre y su grado militar�, que persigue a varios "peruchos", empuj�ndoles hacia el este. Dispara mientras avanza a la carrera en pos de ellos, que se asemejan a asustadas liebres, pero no tira a matarlos. Segunda. Observo, casi al mismo tiempo, que uno de los adversarios que han logrado ponerse a sus espaldas, se prepara a dispararle con toda tranquilidad. Con una de sus rodillas apoyada en tierra, fija la punter�a de su arma. Sin p�rdida de tiempo y sin apenas apuntar, aprieto el gatillo de mi fusil una y otra vez, en espera de ver al invasor recibir con un respingo la dentellada de la muerte. Mas, en vez de ello, escucho con terror los apagados "clips" del percutor, golpeando repetidas veces el vac�o. �V�lgame Dios! Mi arma se halla descargada. �Va a morir ante mis ojos un compatriota m�o sin que pudiese yo hacer nada por salvarlo!

   El terror no logra esta vez paralizar mi mente y trato de pensar a marcha forzada en el medio de impedir esa muerte. �Tal vez si logro distraerlo?... Abandono precipitadamente el escondrijo mientras hiendo el �mbito con ruidosos gritos capaces de hacerse o�r a varios kil�metros a la redonda. Pero nada ocurre. El tipo parece sordo como una roca. �Ha afinado la punter�a con calma y va a disparar! Sin embargo, no llega a materializar su prop�sito. De pronto sufre una sacudida y se desploma ya quieto. Ha sido herido en la cabeza por Martillo, quien ha puesto t�rmino a su prolongado silencio.

   ��Se ha salvado el �Guerrero� una vez m�s de la muerte, ahora sin siquiera saberlo! �l no ha escuchado nada y contin�a con el acoso. Pronto desaparece de mi campo visual, al igual que sus perseguidos, absorbido por el chaparral.   

   El disparo de Martillo parece recordar a los invasores, que a�n permanecen ocultos en las cercan�as, el deber de combatir. Son ellos cuatro o cinco no m�s. Disparan a ciegas. Se dir�a que impelidos solamente por la nerviosidad. Est�n un poco al este del refugio, casi juntos, y exactamente en el sitio donde, pudri�ndose al reverberante sol y devorados por las moscas, yacen los cuerpos destrozados de sus compatriotas. El aire se ha puesto all� irrespirable, y no entiendo c�mo pueden ellos permanecer indiferentes ante semejante castigo para el olfato. Con relativa facilidad podr�an buscar un lugar menos inc�modo en otra parte, no obstante, ni siquiera lo intentan. Es indudable que se creen copados.

   Bang bang�.bang. Escucho alarmado la clave establecida para se�alar nuestras posiciones. Me parece que se trata s�lo de una coincidencia de tiempo en los disparos que efect�a alguien ajeno a lo convenido por nosotros. Pero, no. La se�al se repite varias veces. Viene del este, o sea, de la direcci�n que momentos antes tomara el �Guerrero�. Entonces debe ser �l quien trata de alertarme de algo. Pero �c�mo se ha enterado de nuestro secreto? Bueno, qu� importa el c�mo. Lo importante es que lo conoce. Replic� de la misma forma y la contrarr�plica es inmediata. Pienso que se halla en dificultades y que precisa de mi ayuda. Debo acudir a �l. 

   Doblado por la cintura, empiezo a desplazarme hacia el norte para rodear a los peruanos, que se hallan ocultos, y acto seguido tratar de avanzar hacia el este. El recorrido no presenta dificultades y supongo que no encontrar� excesivo peligro para volver a la meta. Entonces sabr� lo que el �Guerrero� trata de prevenirme. �Cielos! Pero ya no hace falta ir hacia �l para saber lo que ocurre... �Las tropas aerotransportadas del enemigo empiezan a llegar! 

   Escucho rugido de motores que aumenta su intensidad hasta volverse ensordecedor. De pronto, avisto un helic�ptero artillado que, surgiendo del barranco oriental de la meseta, se acerca en vuelo lento y de baja altura. El aparato, sin ser demasiado voluminoso, posee la suficiente capacidad para transportar una veintena de hombres. La cabeza de puente, tal como lo tem�amos, va a ser establecida.

   Acerc�ndose con decisi�n, como si surcase el espacio a�reo de su territorio, aterriza en el centro de la meseta. El viento que producen sus h�lices aplasta entre convulsiones la hierba, dejando el contorno de la nave aplanado. Y miro c�mo se abren las escotillas por donde saltar�n los soldados armados y equipados. �Vienen para tratar de apoderarse parte de mi territorio! Y un fuerte escalofr�o recorre todo mi ser.

   Martillo empieza a disparar con insistente furor contra la m�quina. Pero se halla demasiado lejos y dif�cilmente podr� hacer blanco. El �Guerrero� aparece y tambi�n dispara mientras se acerca a la carrera. Y yo, mucho m�s cerca al helic�ptero que los dem�s, disparo con mayores probabilidades de alcanzarlo.  

   Los flamantes invasores no llegan a descender y la nave m�s bien procede a despegar. Algunos proyectiles, que han sido alcanzados, les convencen que la zona est� convenientemente defendida. La m�quina se eleva con celeridad y, en tanto que evoluciona, lanza granadas a su contorno. Una de ellas estalla cerca de m�, hiri�ndome el brazo derecho con su metralla. No es grave y no me impedir� manejar mi arma.

   El helic�ptero contin�a evolucionando y disparando granadas. En una de sus maniobras se acerca demasiado precisamente al �nico �rbol que existe en la llanura y el rotor de cola impacta violentamente contra su copa. Este vuela en pedazos y el aparato pierde control. Se eleva como un proyectil por un instante y, luego, desciende en picado hasta clavarse en tierra. La meseta toda se estremece con la explosi�n originada por los tanques de combustible y las municiones al producirse la colisi�n.

   Las llamas se extienden por el suelo y amenazan con transformar en piras humanas a los invasores que, casualmente, se ocultan cerca del incendio. Cuando el fuego empieza a lamer sus ropas, no tienen otro remedio que el de salir en carrera de sus escondites.  

  El �Guerrero�, que con su extraordinaria agilidad est� en todas partes, les intercepta y les toma prisioneros. Son apenas cuatro. Est�n asustados y mantienen los brazos en alto. Temen infundadamente que el castigo que les espera sea el pasaporte inmediato al otro mundo y, como un recurso desesperado para alcanzar clemencia, gritan al un�sono: ��Viva el Ecuador! �Viva el Ecuador!� Es asombroso el desenlace del combate. Estoy a punto de llorar de alegr�a, motivada por la certeza de que, al menos de momento, no tengamos enemigos asech�ndonos. 

   Me acerco al �Guerrero� para saludarle y tambi�n averiguar qui�n es realmente �l. Y es entonces cuando alguien, situado cerca del refugio y oculto en la maleza, dispara una r�faga contra nosotros. De inmediato interviene Martillo desde el refugio y silencia al enemigo para siempre.

   Enseguida entra en acci�n otro emboscado, dirigi�ndonos una r�faga de tiros. Mientras me lanzo en plancha a tierra, veo que el �Guerrero� gira como un trompo y termina por caer pesadamente, manchando la hierba con su sangre. Le han herido. Incre�blemente, yo no he sido tocado. Desde el suelo disparo por repetidas veces en la direcci�n de donde poco antes proviniera la r�faga mortal y consigo abatir al hasta entonces invisible tirador, que al fin se deja ver con la cabeza destrozada. Con un ojo fijo en los prisioneros, que no se atreven a mover un solo m�sculo, y el otro, pendiente del camino que recorro arrastr�ndome, me acerco al herido. Le examino y comprendo que la herida que acaba de recibir en el pecho es mortal de necesidad. Adem�s, tiene otras en diferentes partes de su anatom�a. Sangra profusamente. �Parece el mismo Cristo!  

   Agoniza. Jadea y mantiene los ojos cerrados. Estoy convencido de que pronto dejar� de respirar... Pero, �no! Ante mi sorpresa, �abre los ojos y de repente se pone en pie! Con su serena mirada abarca toda la meseta, como si quisiera estar seguro de que en ella ha concluido el peligro. Comprende que es as� y sonr�e complacido, olvid�ndose de la tortura que las heridas infligen a su carne. No tiene dificultad para caminar y se aleja en direcci�n del valle. Pronto desaparece por el borde de la meseta y, un momento despu�s, reaparece en el sendero que lleva a la capilla. S�, va hacia all�. Lo veo ingresar en aquella destartalada choza. Y pienso que ha elegido un buen lugar para morir.

 

 

 

 

 

Ep�logo

   Los rugidos de las m�quinas a�reas vuelven a estremecer los cielos de Atabatza. Vuelos rasantes de �cazas�, desliz�ndose en el aire cual centella; pesados helic�pteros artillados, transportando paracaidistas en n�mero crecido; diminutos aviones de reconocimiento, est�n presentes. La gloriosa Fuerza A�rea Ecuatoriana ha llegado para obligar a aquel consuetudinario invasor, cobarde y d�bil pero oportunista y audaz, a mantenerse quieto. Finalmente quedar� develado que el poder de aquel mal vecino estriba �nicamente en los golpes de efecto que, con su bien organizada campa�a publicitaria acerca de su poder�o militar (en realidad inexistente), ha conseguido hasta ahora enga�ar a los ingenuos l�deres ecuatorianos.  

   Apenas una hora antes hab�a sido alertada la brigada desde una motonave de la guardia fluvial (la avistada por m�) de la presencia del enemigo en esa zona completamente fuera del �rea comprendida en el diferendo lim�trofe.  

   El comandante del batall�n aerotransportado, una vez en Atabatza, no pod�a creer en lo que ve�an sus ojos. Me inquiri� estupefacto:  

   �Soldado, �c�mo ha sido posible que usted, con la sola ayuda de su compa�ero moribundo, haya conseguido derrotar a tantos enemigos, incluso apoyados por la aviaci�n? �Es incre�ble! Es usted el mejor soldado de quien yo haya tenido noticia.

    �Se�or �respond� a�n maravillado por los sucesos que fuera yo testigo�, el art�fice de la victoria no es Martillo ni tampoco yo, por supuesto. Ha sido cierto soldado que, cuando la situaci�n se volv�a insostenible, apareci� no s� de d�nde para enfrentarse al enemigo. Su t�cnica de combate, desconocida en nuestra escuela, pero semejante a la usada por los gurkhas, ha sido el factor determinante de la victoria.

   ��C�mo! Si luego de la muerte de Uribe, no quedaron aqu� sino dos soldados vivos, �qui�n pudo venir en socorro de ustedes?

   �Sin embargo, alguien estuvo aqu�, se�or. 

   ��No es posible! �argument� el comandante, mirando a todas partes sin encontrar lo que buscaba� Vamos. Pero, �d�nde est� ese campe�n, pues no lo veo por ning�n lado? Deseo conocerlo. �Acaso se encuentra �l herido?  

   Le expliqu� hacia donde se hab�a retirado aquel magnifico guerrero luego de que fuera herido. Los prisioneros, que a�n permanec�an junto a nosotros, apoyaron mi afirmaci�n. El comandante no quiso esperar un solo instante para ir en busca del misterioso personaje. Yo solicit� y consegu� ir con �l. Me urg�a averiguar la identidad del desconocido hombre que, no obstante, me parec�a demasiado familiar.

   Pronto, arribamos a la capilla, que ahora m�s que nunca ten�a la apariencia de un maternal asilo.

   S�, el �guerrero� se encontraba all�. La sangre le flu�a a�n abundante por sus muchas heridas, descendiendo por sus enjutas piernas para formar charcos en el suelo. Su expresi�n era de agon�a. Sin embargo, en su mirada, melanc�lica y c�lida a la vez, que proyectaba una paz y una ternura infinitas, fulguraba la satisfacci�n del deber cumplido.

   Estaba �l, como siempre, clavado en su cruz. �No era otro que el solitario Cristo conocido como �El Soldado�!

   Carlos Villamar�n Escudero
  
Quito, junio de 1997

 

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